Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

viernes, 28 de octubre de 2016

El martes pasado llovieron piedras

"Las invasiones siempre se han manejado antes de las elecciones y, como indígenas, no vamos a permitir más eso porque han traído asesinos, delincuentes y la seguridad del municipio Gran Sabana se ha ido colapsando" dijo Dñonald Martínez, líder pemon. Fotografía; Morelia Morillo.

En el acceso a Lomas de Piedra Canaima, a la altura del sector Simón Bolívar, reposan vestigios de una barricada: listones, peñascos. Son restos de la batalla del martes.
Lomas de Piedra Canaima es la urbanización de hospedaje turístico más antigua de Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del pueblo indígena pemón, en el sur remoto de Venezuela.  
Dos de los habitantes más antiguos de la zona fundaron el asentamiento y poco después, hace 30 años, llegaron Manfred y Xiomara y comenzaron a construir Yakoo, el campamento más conocido de la Gran Sabana. Por eso, al sector se le conoce como Yakoo. El mismo que luego fue bautizado como Lomas de Piedra Canaima.
Le siguieron Ruta Salvaje, Petoi, Wakupata.  Son posadas y hoteles bonitos, cómodos, sencillos, de diseños inspirados en el ambiente que les rodea: una montaña en donde se alternan las nacientes de río, los chaparrales y el bosque tupido.  
Entre los dos sectores, viven 80 familias, según los registros del Consejo Comunal. Seis de ellos son extranjeros que vinieron a Venezuela hace 40, 30, 20, 15, 10 años. Los demás son venezolanos. Todos comparten un sueño: vivir en paz y rodeados de naturaleza.
Simón Bolívar es una barriada que se consolidó hace siete años, tras la ocupación, desalojo y ocupación definitiva de un pliegue en la falda de la montaña, dentro de la jurisdicción del Consejo Comunal Lomas de Piedra Canaima.
En aquella ocasión, tras la toma del sitio, los de Lomas acudieron ante la Guardia Nacional y, como no recibieron apoyo, apelaron a las autoridades indígenas. Ellos actuaron según sus usos. "Cuando comenzó el desalojo, los guardias defendieron a los invasores. Una mujer hasta le quitó el casco a uno de los guardias para golpear en la cabeza a un indígena", recuerda un vecino amparado en la confidencialidad. "Algunos de los indígenas que están aquí participaron en el desalojo de Simón Bolívar y tienen heridas de guerra".
Quienes defendían el lote lograron echar a quienes pretendían habitarlo, pero en un pestañeo los invasores se reinstalaron y levantaron de nuevo sus barracas. Después, la Alcaldía los guió en la gestión de Misión Vivienda. Mientras que las máquinas de la Alcaldía conformaban el terreno, las 30 familias desarmaron sus ranchos y se arrimaron al drenaje natural del cerro. Luego, los rearmaron dejando el espacio para las viviendas prometidas. Algunos ya tienen sus estructuras metálicas. Todos esperan por materiales.
Ahora, corre 2016. Maite Ayala, habitante de Lomas de Piedra Canaima, sabe que recibió la noticia de la nueva invasión desde los linderos de Simón Bolívar a las 5:37 del domingo 23 de octubre porque así se lo recuerda el mensaje que le llegó a través del grupo de whatsApp de la comunidad y porque una contingencia así no se olvida fácil.
De inmediato, tres vecinos se movilizaron hasta el Destacamento de Fronteras 623 de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB). "Nos dijeron, no podemos hacer nada sin una orden de Fiscalía Ambiental", recuerda Rafael Escalante. "Entonces, fuimos a la comisión de seguridad indígena que está en el Comando de la Policía".
Durante el encuentro inicial entre los vecinos de Lomas de Piedra Canaima y sus vecinos de Simón Bolívar, Katherin Pacheco recibió un martillazo en la cabeza y ella, quien según sus adversarios es karateca, se defendió con una patada y un movimiento de manos que dejaron a su contendora sin aire. Katherin Pacheco, por su parte, fue a parar al Hospital "Rosario vera Zurita" en donde recibió cinco puntos de sutura. Uno de los hombres que entró desde Simón Bolívar paró tras las rejas por estar solicitado. No se sabe por qué.
Dónald Martínez, uno los líderes más importantes del pueblo pemón, inició las conversaciones; le siguieron, Manuel De Jesús Vallés, alcalde desde hace al menos 12 años y la Fiscalía Ambiental. Al caer la noche del lunes, los invasores se comprometieron a salir antes de las 10:00 de la mañana del martes y a presentarse en la sede de Desarrollo Social de Gran Sabana para iniciar un estudio socioeconómico con miras a una solución. 
Pero en cambio, la parcela de Oneida Brown, de poco más de una hectárea, amaneció ocupada hasta sus límites y fraccionada en 50 pedazos.
Como la GNB no se presentó, sobre las 11:00, un grupo de apoyo de la seguridad indígena y del Consejo Comunal de Lomas de Piedra Canaima decidió sembrar los postes y marcar el lindero al tiempo que las mujeres desde Simón Bolívar subían sobre el alambre.
Al defender su territorio, de ocupaciones inconsultas, los pemón de hoy recurren a los métodos de siempre: al ají, el korokopay rezado con maldad, a los palos y a las flechas; decoran sus rostros con pintas de guerra, se acorazan de valor y avanzan sobre una tierra pedregosa que conocen como las callosidades de sus manos.
"Lo que siguió fue una batalla de piedras que se prolongó durante una hora", me comentó uno de los que se limitó a observar.  "Desde allá lanzaron como 10 bombas molotov, pero sólo estallaron como tres o cuatro", dijo uno de los de Lomas.
Mientras tanto, a través de las redes sociales, los vecinos de Piedra Canaima alertaban acerca de las amenazas, del fuego, del humo, de la barricada que les impidió, a quienes regresaban para el almuerzo con los hijos después de la escuela, sentarse a la mesa y comer; imploraban la intervención de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB).
Finalmente, cerca de la 1:00, llegaron los uniformados y la batalla cesó. Los efectivos detuvieron, a la altura de la barricada, a un hombre que portaba un arma y ya sobre el terreno obligaron a los que entraron por Simón Bolívar y a los de Lomas de Piedra Canaima a salir del terreno de Oneida Brown. 
Quioli Ruiz, la habitante de la primera de las casas de Simón Bolívar, argumenta que necesita de un terreno para su hija y lo propio expresan las cabezas (voces) de las otras 49 familias desesperadas por ocupar la hectárea de la Brown. 
Quioli se siente agredida por "los indios que salieron a defender los gringos" y dice que ese rasguño que lleva una de las suyas sobre la mejilla es la marca de una flecha rasante. Cuenta que a una mujer se le adelantó el parto ante la hostilidad.
Morelba Tovar dijo que está cansada de esperar por una respuesta de la Alcaldía y que necesita una parcela; otra de las mujeres expresó que quiere dejar de pagar alquiler; la otra anhela salir de la casa de un familiar en donde está arrimada desde hace años; la anciana de ojos claros quiere tener una casita, un huerto y gallinas.
Los 50 dicen que llevan tiempo en la Sabana, pero incluso entre los habitantes de Simón Bolívar hay quienes dan fe de que en ese grupo hay de todo: hay quienes invadieron hace siete años y después vendieron sus casas; muchachos y muchachas que recién formaron familia y que necesitan de un sitio y gente mala, del 88, de Las Claritas, de San Félix, poblaciones ubicadas a 300 y 800 kilómetros en donde mandan los sindicatos, los grupos armados que imponen su ley en las minas del sur venezolano.
Una de las lideresas del comité de seguridad indígena, lleva como marca de guerra un hematoma multicolor en su hombro derecho. Fue alcanzada por una piedra.  Sobre el campo de batalla reposan las molotov perdidas, un reguero de piedras y palos quemados.
La seguridad indígena está determinada a no permitir ni una invasión más.
Se conformaron como comisión con el propósito de acompañar a los cuerpos de seguridad y orden público a raíz del incremento acelerado de la inseguridad en Gran Sabana, una región en donde a pesar de la delincuencia desatada en el resto del país se podía dormir sin puertas ni ventanas hasta hace tres o cinco años.
A comienzos de septiembre pasado, la comunidad de Santa Elena de Uairén se conmocionó ante la muerte de tres de los cuatros miembros de una familia siria que llevaba años en el municipio y el dolor fue tanto que condujo a la intervención de la Policía del Estado Bolívar (PEB) por la vinculación de dos de sus agentes con el suceso.
De ese acompañamiento, dice Donald Martínez, uno de los tres voceros del ese grupo de trabajo, surgieron alrededor de 25 observaciones con respecto al incremento de la inseguridad en Santa Elena y en las comunidades indígenas pemón que rodean al pueblo mestizo. Una de esas observaciones fue la proliferación de las invasiones.
En los últimos 18 años, en Santa Elena de han consolidado 17 ocupaciones ilegales de tierras; ilegales porque las leyes venezolanas las prohíben y porque la mayoría de estas ocupaciones han avanzado sobre los límites del área urbana hacia las tierras indígenas devorando morichales, bosques y sabanas.  En algunas, los ranchos han dado paso a casas modestas, en otras a viviendas de interés social, en otras los ranchos aún siguen; muchas cuentan con servicio de electricidad, pero todas, sin distinción, padecen por falta de aguas blancas y excesos de aguas negras y cada vez más por la inseguridad.
"Ellos también son venezolanos, pero con intereses, la mismas caras, la misma gente, venden los terrenos. El propio alcalde reconoció a personas que ya han recibido casas. Una señora le dijo que la había vendido porque se enfermó".
"Las invasiones siempre se han manejado antes de las elecciones y, como indígenas, no vamos a permitir más eso porque han traído asesinos, delincuentes y la seguridad del municipio Gran Sabana se ha ido colapsando".
"Si por negligencia, las mismas instituciones no cumplen su función, nosotros si vamos a cumplir", dijo Dónald Martínez.
Al lado del lindero se mantienen seis efectivos de la GNB y 12 del Ejército. A las cuatro de la mañana del viernes, mientras los que estaban de guardia tomaban café, los forasteros saltaron sobre la alambrada. Aunque no se resignan, fueron avistados de inmediato y devueltos a los terrenos de Simón Bolívar. "Lo que yo digo, comentó una vecina de Lomas que nos pidió no publicar su nombre, es que no podemos vivir así, en esa zozobra ¿Qué está esperando la Guardia para llevarse a esa gente?"




martes, 4 de octubre de 2016

Por comida y trabajo, 21 venezolanos sobreviven en una calle brasilera



"Aquí cada quien tiene su historia", advierte Simón. Uno o varios son de Maracaibo, de Barquisimeto, de Maracay, de Caracas, de Guarenas, de Sucre, de Maturín, de Ciudad Bolívar, de San Félix. Pero todos llegaron "pateando la latica", sin dinero, con hambre y sin chance para alquilar. Fotografías: Morelia Morillo

 Esta crónica se publicó inicialmente el domingo dos de octubre de 2016 en elpitazo.com

Simón, en realidad su nombre es otro, pero él aceptó conversar siempre y cuando se preservara su identidad y se excluyeran a las personas de las fotografías -"Es que mi mamá piensa que yo estoy residenciado y que estoy muy bien", argumentó- cruzó la frontera venezolana hacia el Brasil con un morral en el que llevaba algo de ropa y 48 kilos de peso sobre al menos 1, 70 centímetros de estatura.

Muestra una fotocopia plastificada de la cédula de identidad que sacó justo antes de salir de su pueblo en el estado Yaracuy, en el centro occidente de Venezuela: mejillas hundidas; frente, pómulos y barbilla salientes; un rostro moreno fino pegado a los huesos.

"Si en Venezuela hubiera trabajo y comida, ninguno de nosotros estuviera aquí. Todos queremos lo mismo: que Venezuela mejore para devolvernos a nuestras casas", dice Simón.

Él es uno de los 21 hombres venezolanos que desde hace tres meses viven bajo el alero lateral del galpón en donde antes se vendía artesanía, suvenires, hamacas, jarrones, alfombras y en donde ahora se venden al mayor arroz, azúcar, aceite, harina de trigo, pasta, justo en el cruce de la Calle Parima hacia la Br 174 en Villa Pacaraima Brasil. Aquel cuya fachada, con las banderas de Venezuela y Brasil, sirvió de escenario a miles de turistas.

Pacaraima es la primera localidad brasilera de cara a Venezuela. Santa Elena, la última ciudad venezolana en esta frontera, se encuentra 15 kilómetros. Entre Santa Elena y el pueblo de Yaracuy desde donde partió Simón hay 1600 kms de distancia.

"Aquí cada quien tiene su historia", advierte. Uno o varios son de Maracaibo, de Barquisimeto, de Maracay, de Caracas, de Guarenas, de Sucre, de Maturín, de Ciudad Bolívar, de San Félix. Pero todos llegaron "pateando la latica", sin dinero, con hambre y sin chance para alquilar. "Hay personas con mejor situación que pueden pagar varios meses por adelantado".  Al mes, una habitación puede costar 250 reales,  87.500 bolívares.
"Llegó uno primero, uno fue trayendo al hermano, después la familia. Agora moram como duas familias", comenta Irón Martines, uno de los socios del comercial.

Hace tres meses, cuando comenzó el campamento improvisado en la esquina del MeuGaroto.com, su presencia descamisada y sudorosa, el fogón al aire libre, las hamacas colgando de la reja del local, los cartones y colchones en el piso, los morrales y bolsas de equipaje y el ropero lavado expuesto al aire y al sol causaban asombro e incluso repugnancia; ahora, sólo los foráneos se sorprenden mientras los 21 apenas despegan sus mirada de sus quehaceres diarios, de la cocina, de la ponchera que sirve de lavandero, del tendedero, de las pacas que bajan de un camión brasilero o suben a otro venezolano. Quien hace poco hace al menos Bs. 7 mil al día, los más activos llegan a Bs. 20 mil diariamente.

Se bañan, lavan y hacen sus necesidades en el Terminal de Pasajeros, a una cuadra de distancia, en el bosque o en algunos de los riachuelos cercanos. Pero de la estación de autobuses y carros por puesto ya sacaron a otro grupo de venezolanos, la mayoría de ellos indígenas warao. Al menos 100 fueron devueltos a Venezuela en agosto pasado.

"Todo el tiempo meten miedo, que nos van a sacar", dice Simón. Al frente está la estación de la Policía Civil y a menos de una cuadra la sede fronteriza del Ejército Brasilero. A 50 metros, está además el templo de la Asamblea de Dios. Al menos en este extremo, los brasileros son profundamente religiosos. "Aquí todos creen en Dios, será por eso que son tan bendecidos", reflexiona Simón.

Irón admite que algunos de los cientos de venezolanos que ahora viven o deambulan por Pacaraima han incurrido en robos. Simón calcula que en la Rua Suapí, la calle comercial, duermen al menos 500 venezolanos en los bancos, en las aceras, en los portones de los negocios. Luego, Irón asegura que estos (los 21) son "gente boa", buenas personas, que no beben alcohol y sólo fuman cigarrillos. Por si se exceden, en el muro del depósito hay dos hojas de papel bond con los mensajes "Prohibido fumar cigarro", "Espacio libre de humo".

"Eu paso o dia todo brigando com eles como um padre fala com seus filhos", conversa con ellos durante todo el día como un padre lo hace con sus hijos, pero además los ayuda con la comida y con algo de combustible para encender el fogón o la cocina.

Él comprende, se compadece, considera que el gobierno venezolano "los abandonó" y relató que la senadora por Roraima, Ángela Portela visitó el lugar y se comprometió a elaborar un documento reflejando la situación de los migrantes venezolanos en la frontera brasilera con la finalidad de enviárselo al presidente Nicolás Maduro.

Pero no todos los pacaraimenses son tan comprensivos. Otros se sienten invadidos, vulnerados, reclaman por su seguridad, por las condiciones de higiene en que se encuentran los espacios públicos. A mediados de septiembre el diario Folha de Boa Vista reseño la situación. En la nota, la Prefectura de Pacaraima manifestaba que no dispone de presupuesto para atender la situación que podría declarar de emergencia. A propósito, una comisión del Sistema Único de Salud (SIS) visitó  la frontera la semana pasada con la finalidad de evaluar el panorama y exigir la intervención del Gobierno Federal.

"A mí no me gusta hablar mal de Venezuela, lo que es malo allá, allá se queda", expresa Simón y calla durante un rato. "Lo malo de Venezuela son esos políticos de parte y parte y los bachaqueros", expresa y pasa a otro tema.

"Aquí vivimos todos como una familia, el japai (una expresión coloquial que se traduce como amigo) de aquí nos ha tendido la mano (…) Y al que roba le va mal", dice Simón.

Como una familia pobre, hacen "una vaca", juntan dinero para comprar la comida, casi siempre en la venta al detal de la esquina siguiente o compran por separado; conviven en paz y tratan saltar sobre sus diferencias; cuando uno sale, los que quedan en el lugar cuidan sus pertenencias, "lo malo, lo malo es la situación que estamos viviendo, en la calle".

A pesar de eso, Carlos, el de Guarenas, estado Miranda, se trajo a su esposa e hijo. "Porque yo me ponía pensar, yo aquí comiendo bien y ellos allá sin comer". Es uno de los dos hombres que ya se trajo mujer y descendencia desde su sitio de origen.

Bobby, llamado así por su cabellera afro, por Bob Marley (los brasileros le dicen Bobby al rey del reggae) llegó desde Maturín por la misma razón, porque allá no hay nada, "pero ahora los chinos están comenzando a meter gandolas hasta allá"

A Simón, quien en Yaracuy trabajaba como colector en "una ruta", que es la expresión empleada en el centro occidente venezolano para llamar a los autobuses de transporte urbano e inter urbano, le falta un semestre y la pasantía para licenciarse como administrador, pero abandonó su pueblo empujado por la necesidad de su mamá, de sus hermanos, de sus sobrinos. Ahora, les deposita semana a semana en alguna de las agencias de Santa Elena. Mientras que los de San Félix y Ciudad Bolívar, ciudades del venezolano estado Bolívar, fronterizo con Brasil, envían comida. Entre Pacaraima y San Félix hay cerca de 800 kilómetros.

En tres meses, comiendo arroz, pasta, carne, granos, pollo Simón llegó a 62 kilos de pura fibra fabricada a punta comer y levantar y mover sacos de 10, de 20, de 30 kilogramos.

El jueves, el penúltimo del mes de septiembre, se levantó temprano, recogió lo suyo, se vistió de limpio y se formó en la fila de venezolanos que a diario llegan a las dependencias de atención al extranjero de la Policía Federal Brasilera para sellar su ingreso. Otorgan 400 números diariamente.

Su propósito es llegar a Chile, "por el idioma y porque me han dicho que allá la educación es buena. Yo quiero seguir estudiando. Me hubiera gustado ser Presidente. Venezuela necesita de jóvenes con liderazgo, emprendedores, que tengan una buena visión porque, si te pones a ver, los dos sistemas son buenos (capitalismo y socialismo) y pueden convivir. El capitalismo en lo económico y el socialismo en lo social".  








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