En El Paují, ya nadie puede dudar de si la minería es
destructiva o no.
La Poza Paují, la olla de aguas ocres, burbujeantes y
cristalinas ubicada al lado derecho del puente que lleva a la comunidad, dejó
de existir. Que en Paz Descanse (QEPD). Ya no está más o al menos ya no es ni
la sombra de la antes, de la de siempre. Aunque, tal vez, si los milagros existen,
las lluvias torrenciales, las que vengan tras el sopor del verano prolongado,
logren salvarla.
El Paují es una comunidad ubicada a 80 kilómetros de granza
de Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana en el sureste
distante de Venezuela.
Es una población en la que conviven indígenas pemón, algunos
pocos de los citadinos que soñaron en este sitio un mundo mejor y donde algunos
pocos son conuqueros, otros artesanos, otros apicultores, otros pequeños
empresarios del turismo, otros comerciantes y ahora muchos son mineros,
venezolanos, extranjeros, indígenas, no indígenas, cada vez más son mineros.
En algún instante de la década que corre, las máquinas
mineras comenzaron a perforar la capa, en las nacientes del río; primero una,
después la otra; quienes denunciaban dejaron de hacerlo, por las amenazas; poco
a poco, aumentaron los tambores de combustible cuyo suministro está
absolutamente controlado por la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), como
parte de la estrategia para limitar la actividad minera en la zona que es la
Cuenca Alta del Caroní, el río que produce al menos el 70% de la electricidad
del país.
En febrero de 2013, en Urimán, en lo más profundo de la
Sabana, un grupo de indígenas pemón detuvo a los efectivos militares que se
encargaban de cerrar los campamentos mineros ilegales y, a cambio de ellos, el
grupo consiguió que los ministros que se movilizaron hasta acá, civiles y
militares, les permitieran, sólo a los indígenas, continuar sacando oro y
diamantes, siempre y cuando lo hicieran sin maquinarias, lejos de los ríos y
reforestaran los espacios afectados.
Ese mismo año, en abril de 2013, el capitán general del
sector Sector VII-Ikabarú, Juan Gabriel González recibió el Título colectivo del hábitat y tierra de los
pueblos indígenas de parte de la Comisión Nacional de Demarcación del
Hábitat y Tierras de los Pueblos y Comunidades Indígenas, un documento que,
según González, faculta a los pueblos ancestrales y a sus autoridades
autóctonas a ser garantes y administradores de su territorio.
Comienza 2016, en la Sabana, como en buena parte del país y
del continente, sufrimos la falta de agua, pagamos hasta Bs. 20 000 por un
cisterna y sobre la Poza Paují apenas caen unos pocos chorros de agua turbia; está casi
seca, rellena por la arena que van dispersando las máquinas en su búsqueda
desesperada de oro; es un lodazal marrón en donde encalló media caja de
botellas y latas de cerveza.
Una amiga, quien creció en las cercanías de El Paují, volvió
al pueblo después de varios años de ausencia. "Y se me ahogó el grito, lo
recuerdo y me dan ganas de llorar porque mi mamá lavaba la ropa en la poza,
mientras nos bañábamos".
En la escuela del pueblo no pudieron atenderla. Los maestros
y la directiva estaban reunidos para discutir sobre la falta de personal, de
agua y de electricidad.
Cientos de docentes del municipio han renunciado para ir a
la mina u ocuparse en cualquier otro oficio que les permita sobrevivir. Los habitantes
de El Paují comenzaron a padecer las deficiencias en el suministro de agua
desde mediados de 2015, desde que las fallas en el manejo del acueducto, la
sequía y la sedimentación que ha causado la minería en los ríos principales se
juntaron.
El lunes 18 de enero, cuando regresábamos a Santa Elena, Tewarhi,
mi marido, quien creció en El Paují y, siendo niño se lanzaba a la poza incluso
pedaleando su bicicleta, detuvo el carro al pasar el puente.
Descendió de prisa, cruzó a zancadas sobre las piedras más
grandes de la antigua piscina natural, súbitamente convertida en lodazal y, ya
casi llegando al pequeño salto que alimenta el lago, me pidió que le tomara una
foto en el sitio en donde retozó su infancia. Un oasis a punto
de ser desierto.
Arriba, sobre la calzada de granza roja, encendida como un tizón,
varios niños transpiraban el esfuerzo del camino, sin poder ni siquiera refrescarse
en el río.