Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 28 de enero de 2015

Chirikayén: el gigante dormido sobre la Sabana




La mayoría de los visitantes de la Gran Sabana, de los que llegan con ganas de caminar y explorar y especialmente los extranjeros, vienen con el propósito de subir el Roraima. No obstante, en las afueras del Sector Oriental del Parque Nacional Canaima, descansa el Chirikayén, conocido como “el indio acostado” por su perfil de gigante imperturbable. Fotografías: Cortesía de Benjamín Soto Mast



Es sábado, décimo día del año y finalmente pisamos el Chirikayén, después de al menos siete horas de caminata y un sinfín de días imaginando cómo será, de cerca, aquella mole con apariencia humana.

Al Chirikayén, un tepui, un cerro de cima plana ubicado en el extremo sur de la Gran Sabana, en las afueras del Parque Nacional Canaima, se le conoce como “el indio acostado” por su perfil de gigante imperturbable, dormido  sobre las extensiones infinitas del sureste profundo de Venezuela.

Abandonamos Santa Elena de Uairén, el principal centro poblado de la frontera venezolana hacia el Brasil, sobre las ocho del viernes nueve. Seguimos los pasos de Benjamín Soto Mast, un músico que se ha hecho guía de tanto andar y desandar sus propios pasos hacia los linderos del patio de su casa.

Cruzamos el río del cual toma el agua uno de cada tres de los habitantes de la localidad, a la altura de La Represa, en la comunidad indígena de Wará, y después comenzamos a subir, bajar y volver a subir.

Alternamos pendientes desnudas y espacios de bosques hasta alcanzar una sabana cubierta de espigas desde donde vemos un techo de zinc y cuatro hamacas a orillas de la selva. Suponemos que se trata de un campamento minero sobre el riachuelo que corre entre los árboles. Pero no vemos a nadie y en la distancia e inmensidad tampoco escuchamos nada.

En lo que va de año no ha llovido, pero ahora comienza a lloviznar y las nubes se concentran en torno al sitio a donde nos dirigimos. Lluvia con sol -y viento- ha llegado la hora de desenfundar los impermeables y seguir andando hasta las cuencas empantanadas. Intentamos cruzar sin mojarnos los pies, pero, eventualmente, nos hundimos hasta las rodillas. Entonces, toca andar con los pies aún más pesados.

Tras el último esfuerzo del día, llegamos a la base y descubrimos dos cosas: una casa de bahareque con sus puertas azules y ventanas herméticamente cerradas, en donde antes sólo había maleza. Muy cerca, siguen la cascada y un pozo verdoso y cristalino en cuyas aguas ahogamos el cansancio.

Pocas veces se puede ver el arco iris de principio a fin, pero en esta llanura lo captamos de un vistazo y en la noche dormimos con vista al tepui, que desde ese ángulo parece un cerro cualquiera y amanecimos con el cielo despejado y café caliente. Después de otro baño, de desayunar y desmontar campamento emprendimos nuevamente la caminata hacia el tepui atravesando una naciente y una sabana llena de hierba cortadera, una pica por donde hace tiempo no ha pasado nadie.

Con el sol como una lanza ardiente sobre nuestras cabezas,  trepamos  el flanco suroeste del tepui, aquel que de lejos parecía una rampa sin extremada pendiente. En 55 minutos a una hora y 20, alcanzamos nuestro objetivo. En la distancia, a 1650 metros sobre el nivel del mar, avistamos las montanas de Piedra Canaima, al sur de Santa Elena, pero nada de la presencia humana. Desde la cima, solo se miran selvas y explanadas.

Llegan los rezagados, tomamos agua, comemos frutos secos y echamos a andar. Al principio, el panorama es casi árido: muchas piedras, lajas y granza. Mas, en cuestión de media hora, el tepui se cubre de plantas acuíferas amarillentas, flores insectívoras, bromeliáceas, orquídeas mínimas blancas y magentas y agua que se derrama en todas las direcciones.

Caminamos desde lo que serían los pies a la cabeza. De pronto, el guía exige silencio.

Él dice que asustaremos a los animales del lugar, que se esconderán, que no podremos verlos. Y sólo así nos esforzamos por caminar sin soltar carcajadas ni expresiones de asombro.

De pronto, el líder de la avanzada anuncia que hay algo entre las plantas al borde derecho del camino que nos empeñamos en recorrer sin pérdida. Nos pide que nos acerquemos de prisa, pero sin ruido. Entonces, avistamos un oso melero. Lo diferenciamos de inmediato, su pelaje es claro y se agita ante el viento. Se escabulle, pero no para esconderse de un todo sino para dejarse ver, en todo su esplendor, sobre un promontorio de piedras al cual se trepa con calma.

Después, comenzamos a andar la montaña del oro. A mediados del siglo XX, en Chirikayén reventó una “bulla”, dicen que a ras del suelo afloraban los cochanos, las conchas del metal amarillo de alta pureza. Todo el que supo y pudo subió a buscar. 

Sobre la cúspide nos topamos con una estructura metálica oxidada, de dos pisos, conocida como la Casa de Cristal. Nos comentan que en  medio de la fiebre del oro, el gobierno la habría construido para fiscalizar la explotación y que, por eso, la edificación fue hecha de perfiles metálicos y vidrios que hoy son añicos. Suena coherente. Sin embargo, Atilano Azuaje, uno de los más respetados conocedores de estos confines, nos aseguró luego que se trató de una caseta de detección de incendios creada por Edelca sobre los años 80.

A mediados de 2014 se supo de una nueva furia minera en el sector, pero, al parecer, la comunidad indígena ordenó la fiesta hasta que cesó.

A metros de la Casa de Cristal, desolada y oxidada, pernoctamos la segunda noche, bamboleados por el viento, bajo un cielo limpio inundado por todas las estrellas. Luego, a lo largo de la noche, el cielo se nubló. Amanecimos sin vista, envueltos en una enorme nube que se deshizo cerca de las nueve de la mañana del domingo 11. Fue entonces cuando descubrimos el sector oriental del Parque Nacional Canaima en todo su esplendor, con sus tepui y sus sabanas infinitas y en dirección contraria Campo Grande, Paraitepui y los valles y montanas que llevan a El Paují e Ikabarú.
No hay límites para quienes miran desde el gigante dormido.

En pemón, el idioma de los habitantes ancestrales de estas tierras, Chirikayén es un vocablo que alude al lugar en donde abunda una especie de pajarito, un lorito pequeño llamado chirika. Pero esta mañana en Chirikayén sólo hay águilas de porte y vuelo imponente. Suben se posan sobre las piedras y se lanzan en picada, a planear sobre la inmensidad.

Ya procurando la ruta del descenso, descubrimos que sobre el tepui habitan algunos cactus, tan espinosos y amenazantes como aquellos de los desiertos de Lara y Falcón, en el centro occidente de Venezuela. Cohabitan estos espacios junto con las plantas que sólo pueden verse en estas alturas milenarias. Hay quienes dicen que el Chirikayén fue mucho más grande y que alguna vez se hundió permitiendo el ascenso de arbustos y otros extraños venidos de los lugares bajos.

Poco antes de comenzar a bajar la pared, el guía advierte que estamos en lo que él llama el valle de las serpientes porque en estos ambientes suele toparse con algunas de ellas y, casi de inmediato, comprobamos que su advertencia tiene mucho sentido. Demasiado cerca, encontramos una víbora de cascabel que, aún en guardia, se esconde bajo una roca como esperando a ver quien avanza primero. Preferimos cederle el camino, mientras ella continúa vigilando.

La bajada, por el muro oeste del tepui, hacia la comunidad de Chirikayén es definitivamente lo más exigente del viaje. Hay que afinar el pulso, la vista y andar lento y a paso firme. Mas una vez superadas las rocas sueltas, el reto es mantener el buen ritmo por los largos recorridos de bosque, alternados con las sabanas, nacientes de agua, ríos de selva y cauces caudalosos de jaspe verde y rojo como el Wará Wará Merú en donde, según la leyenda, se escondía un cocodrilo inmenso.

Al salir del primer tramo de árboles de gran altura, descubrimos, ya a nuestras espaldas, el rostro del gigante rocoso, la estructura de la Casa de Cristal, corroída tras décadas a la intemperie y una especie de mano gigantesca marcada sobre la pared del tepui, sobre lo que serían los dedos, y no exagero, casi pude ver las huellas dactilares.

Al llegar a la comunidad de Chirikayén, a 45 kilómetros de Santa Elena, nos espera la comitiva de seguridad. Su presencia nos sorprende, pues Gran Sabana sigue siendo un lugar tranquilo y seguro. Nos cuentan que, dos días antes, un Kanaima atacó a un joven causándole lesiones graves hasta dejarlo a poco de la muerte.

Para los pemón, un Kanaima es un enemigo oculto, casi siempre dotado de poderes mágicos, al que se le atribuyen todos los decesos inexplicables. En apariencia, un ser humano como cualquiera, pero con un extraordinario manejo de las plantas y de la sicología quien, sin embargo, sólo ataca a sus paisanos, jamás a los no indígenas.

Nos identificamos. Nos disculpamos por no haber avisado de nuestra visita. Les agradecemos por cuidar celosamente del río, de las sabanas, de las selvas y del tepui y nos despedimos con el firme propósito de volver, pero eso sí entrando por la comunidad y advirtiendo acerca de nuestro objetivo.  Atrás dejamos al gigante de piedra durmiendo inmutable sobre las cabeceras del Kanayeutá.





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