Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

martes, 17 de septiembre de 2013

Kathe y David corren por la naturaleza





Lucen agotados, aunque satisfechos, plenos, llevan ropa desteñida, zapatos muy planos y rotos, pero, hoy, tercer martes de septiembre de 2013, reciben dos pares de zapatillas nuevas en una de las oficinas de envíos de Santa Elena de Uairén. Fotos: Tewarhi Scott y Morelia Morillo

“Estamos de regreso a nuestra antigua casa (nuestro velero) de 80 años en Uruguay y extraordinariamente sigue flotando”, escribió Katherine en su blog el 19 de diciembre pasado.

El 27 de julio de 2012, mientras en Londres comenzaban los Juegos Olímpicos, David y Katherine Lowrie, ingleses, casados, se calzaron sus zapatillas, dejaron su hogar, un viejo velero en el que habían navegado durante cuatro años y echaron a correr.

¿El reto? Completar los 8 000 kilómetros que, según estimaron inicialmente, separan La Patagonia, en Argentina, del Mar Caribe, de Carúpano, en Venezuela.

Ahora, ya saben que, al momento de mirar el mar de Sucre, frío y verdoso, habrán recorrido 10 400 kilómetros, 2 400 000 metros más de lo pensado.

El micro video de aquella partida en medio de una tormenta de nieve en Cabo Froward, el punto más austral del continente, muestra a Kathe y a David con algo más de peso, sonrientes, rozagantes, a paso suave, saludando, intentando correr (o al menos deslizar sin caer) sobre el hielo patagónico.

En cambio, para el tercer martes de septiembre de 2013,  lucían agotados, aunque satisfechos, llevaban ropa desteñida, zapatos muy planos y rotos y la esperanza de que ese día recibirían dos pares de zapatillas nuevas enviadas por uno de sus patrocinadores hasta Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia el sureste profundo del país, la capital del municipio Gran Sabana.

En la ruta, se levantaban temprano, desayunaban, recogían campamento y salían “para meter kilómetros” antes de que el sol calentara demasiado;  rodaban hasta completar, según el contador que ella llevaba en su muñeca derecha, un promedio de 32 kilómetros al día. A veces, llegan a 38. Excepcionalmente, a 56.

Antes, eran corredores aficionados, se entrenaban más bien poco, comenzaron a hacerlo con constancia en Uruguay, en caminos muy planos; ya en tránsito, se toparon con enormes pendientes.

Cada ocho mil metros, se turnaban la carrucha en donde trasladaban sus mosquiteros, sus sobre techos, un par de hamacas, aislantes, bolsas de dormir, algo de ropa y comida.

Entretanto, tomaban agua o algo caliente. Ya repuestos, se ajustaban el carruaje hecho con un cuadro y dos ruedas de bicicleta y seguían. Hasta completar los siguientes ocho.

Llevaban protector solar, lentes, unos aparejos hechos de tela sobre las manos y la cabeza y marchaban en contra de la circulación vehicular. Hasta superar la línea ecuatorial corrieron con el sol sobre sus narices, luego se alegraban de que este siguiera tras sus pies. La pastilla que tomaron para protegerse del paludismo o malaria humana los hizo más sensibles al sol.

Poco antes de que cayera la noche, ubicaban un sitio en donde armar campamento: dos aislantes sostenidos mediante tensores y una pequeña habitación hecha de mosquitero verde y hacían cena.

De acuerdo con las tablas, durante el mega trayecto debían consumir al menos 4 000 calorías por día y lo hacían, a la carta, en cada uno de los lugares que visitaron. En Brasil, mucha carne y Feijão (frijol). Ganaron peso y energía. En todo momento, aguacates y cambur para mantener el potasio a tono.

Cada noche, después de cenar, se sentaban a documentar lo vivido, a contarle a sus seguidores y amigos acerca de las bellezas, de las maravillas, de los muchos paraísos extremos de Suramérica, de la diversidad y riqueza que aún sobrevive en lo más recóndito. Del tucusito, del oso palmero, de la alpaca.

Después, colgaban esos relatos y esas imágenes en su sitio web www. 5000mileproject.org y luego, casi a cielo abierto, se echaban a dormir; a veces, en un jardín; a veces, en la sabana despejada; a veces, en un claro de selva; a veces, en un predio agrícola.

Dormían casi a la intemperie: les gustaba escuchar a los animales, al viento, a la lluvia.

En su memoria, persistirá La Patagonia, su inmensidad intacta, “los seres humanos no la han destruido todavía”,  y el Sur de Chile, lleno de vida; de Bolivia les impresionó la sonrisa fácil de su gente, la calidez, la capacidad para compartir sin medidas desde la pobreza.

De Brasil, los impactó el orgullo patrio de la gente común, cualquiera les hablaba de la grandeza del país, de la importancia de su idioma, de los muchos recursos naturales, de su vasto territorio. También la desolación de la BR 319 que recorrieron desde Porto Velho a Manaus. Veían un par de carros al día. Corrían sobre un callejón a través de la selva.

De Venezuela, se llevaron la imagen de la Troncal 10, a través de la Gran Sabana, custodiada por un ejército de luciérnagas, la amabilidad de la gente, su generosidad.
Con el apoyo de las fundaciones que auspiciaron su muy particular cruzada esperan comprar un par de sitios en La Patagonia y en Bolivia para, simplemente, dejarlos así, como reservas.

Llegaron a Venezuela un viernes, poco antes de caer la noche, a través de la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, ansiosos por recorrer la Gran Sabana; de muchos viajeros habían escuchado que se trataba de un lugar maravilloso y querían verla, recorrerla, pero sentían temor a la inseguridad: a la violencia reflejada en los medios o en los cuentos de otros transeúntes.

Por los hechos de violencia de los que habían escuchado, leído, durante sus primeras horas en Venezuela, les inquietaba saber si podrían correr, recorrer los últimos 2 400 kilómetros de su ruta, andar hasta alcanzar el Caribe, Carúpano, el final de su largo periplo.

En algunos lugares de Argentina fueron rechazados por ser británicos, los choferes disminuían la velocidad para mostrarles antiguas heridas de bala, de armas blancas; al llegar a las zonas selváticas, les advertían que podían ser mordidos por mortíferas serpientes y que en Venezuela los violarían. La precaución se transformó en pánico. “Hasta consideramos atravesar Venezuela en ómnibus (autobús) y recuperar los kilómetros después. Al fin de cuentas nuestro objetivo es correr para llamar la atención sobre el estado de la naturaleza, no ofrecernos como víctimas”, admitió Kathe en su bitácora.

Sin embargo, Venezuela y su gente los sorprendieron: en Santa Elena, ocuparon como propio el jardín de una familia que los adoptó como tíos; sobre la Troncal 10, fueron sorprendidos por el frenazo de un rústico y, en lugar de atracarlos, sus ocupantes les entregaron un par de sándwiches de huevo; sin peticiones ni explicaciones previas, recibieron dinero para la cena, piña picada y jugosa para calmar la sed; en la ruta hacia El Dorado, durmieron en casa de una familia arawak; en Guasipati, fueron recibidos como héroes por un grupo de ambientalistas que les dio casa, comida y un itinerario plagado de amigos hasta coronar la meta: perfectos desconocidos que los esperaban para garantizarles un techo, un plato caliente, cariño, compañía y la oportunidad de compartir su experiencia con las escuelas.

Al regresar a su país, divulgaron su gesta, llamaron la atención con respecto a la preservación del ambiente y, como si fuera poco, corrieron 10 kilómetros para festejar junto a sus seguidores londinenses.

A futuro, quieren tener un terreno con gallinas y vacas, pero saben que “es difícil” conseguir espacios disponibles; quieren estar cerca de los sobrinos, ser padres.

“Somos biólogos y nos encanta la naturaleza y queremos mostrar que con pasos pequeños es posible hacer grandes distancias”, dijo David en Gran Sabana.


Llegaron a Carúpano el 20 de octubre de 2013. La foto, tan anhelada,  los muestra dándose un beso.

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