Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El dadito de diamantes

Boulevard Tümá Serö de cara a la calle Bolívar. Fotografía de Morelia Morillo.
                                 
La que sigue es una historia verídica, adornada tan sólo con las situaciones que supongo debieron rodear un suceso así.
Ese día, la mujer debió darse brillo con el anillo del dadito de diamantes. Probablemente, celebraba y quería llevar el presente que le dio su marido como prueba de amor, de entrega, una joya auténticamente hecha con oro y diamantes de estos suelos, los del sureste venezolano, los de la Gran Sabana, un espacio casi totalmente protegido por la ley y transgredido por los hombres.
Seguramente, él ni le preguntó a  dónde quería ir. Ella subió al carro –Toyota, por supuesto- y él se dirigió al centro, al Tümá Serö, un boulevard en donde la Alcaldía juntó hace unos años a quienes deambulaban vendiendo comida.
Ya en la mesa, ella debió ordenar arepa rellena, cachapa, perro caliente o hamburguesa -debió haberse sentado cerca de la entrada que da hacia la calle Bolívar- y luego se abandonó a esperar. Cansada o muy enamorada, dejó caer los brazos. Mientras, su hijo, el más pequeño, jugaba a con los dedos de su madre y el hombre miraba uno de los televisores y conversaba.
De pronto, el niño perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Sin querer, le sacó el aro adornado con el dadito de diamantes. No pudo retenerlo y la prenda –brillante e inasible- rodó y rodó hasta perderse. Lo buscó la familia, la cocinera, el mesonero; disimuladamente, lo buscaron todos los que estaban ese día por ahí, los que vendían y los que compraban comida. Pero nadie lo consiguió.
Los comensales se fueron y las dos docenas de locales del Tümá Serö bajaron sus santamarías. La mujer, el niño y el minero hicieron lo propio. Tal vez,  sólo el niño logró comer. El hombre y la mujer, seguramente, no pasaron bocado.
Al alba, la aseadora llegó como de costumbre, preguntando ¿Cómo estuvo la noche? Entonces, surgió la historia del anillo.
Como iluminada, ella se dirigió a la acera sobre la calle Bolívar y se puso a mirar y mirar. De repente, se acercó a las aguas servidas y estancadas al margen del pavimento y se acuclilló. Trató de ver a través de aquella turbiedad; de inmediato, hundió una de sus manos y empezó a menearla como quien busca en las aguas mineras con el cedazo. “Por aquí debe estar. Nadie se atrevió a buscarlo aquí”, cuentan que decía y de la mano de aquella mujer emergió el aro coronado por el dadito de diamantes.
Ella le regaló un par de gemas a la persona que le contó el suceso que la condujo a la joya. Se guardó un par más -por si alguna emergencia- y vendió lo demás. Ese día, la aseadora debió salir de su casa apenas con lo puesto y regresó con más de 10 mil bolívares en la cartera. Al menos por una noche, fue millonaria.
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