Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

domingo, 20 de noviembre de 2011

A la mina en Navidad


El Polaco, una de las minas más grandes de la Gran Sabana. Fotografía Tewarhi Scott.


En 2006, se inició el Plan de Reconversión Minera: varias comisiones de los ministerios de Industrias Básicas y Minería (Miban) y del Ambiente viajaron desde Caracas al sureste extremo de Venezuela para explorar sobre las alternativas productivas de quienes hurgaban bien la tierra, bien las aguas en busca de un diamante o un cochano que les cambiara la vida.
De mala gana, algunos mineros pensaron en convertirse en posaderos turísticos, los otros en transportistas o en amos de algún restaurante, otros prefirieron enlistarse entre los recuperadores de las áreas devastadas, algunos hablaron de hacerse apicultores o piscicultores.
La creatividad dio para todo y las preferencias se anotaron en “un papel de trabajo” que los voceros gubernamentales prometieron “elevar hasta las más altas instancias del poder”. La Reconversión despertó pocas esperanzas, numerosas protestas, mucho malestar y murió de súbito, al menos en ese primer formato.
En 2010, se activó el Plan Caura. Entonces, el Ejército cerró -a punta de fuego y sobrevuelos- buena parte de las minas del estado Bolívar y en el sector alto de la Cuenca del Caroní, la principal generadora de la hidroelectricidad venezolana, ocurrió lo propio.
Los testigos aseguraban que el helicóptero sobrevolaba sabanas, montañas y ríos en busca de las señales indelebles de la minería. Relataban que, ante ciertos indicios como la turbiedad de las aguas, los tripulantes llamaban a sus refuerzos en tierra, aterrizaban o, en todo caso, decomisaban o quemaban cuanto encontraban. Así que muchos se protegían enterrando lo que podían.
Atemorizados, los mineros grandes, los de las máquinas, salieron de los yacimientos. Vendieron sus motores, sus mangueras, sus láminas de zinc Mientras que, sin hacer mucho ruido, los pequeños -los artesanales, los paleros- se quedaron en el campo o guardaron sus surucas y bateas en espera de mejores tiempos.
Fueron los días del éxodo, de los camiones llegando a Santa Elena con los campamentos, los trabajadores e incluso familias enteras a cuestas. Vi a una familia bajar de un camión y caminar hasta su barraca en tierra urbana. Todos portaban morrales, sacos o bolsas sujetos a sus espaldas. En sus manos, los niños llevaban las ollas y los juguetes, la madre a un bebé de meses, el padre la suruca asida a un colchón.
Algunos de los que salieron de la mina se quedaron en la capital de la Gran Sabana y empezaron a “taxiar” o a “talibanear”;  los indígenas se fueron a Apanao, sobre el kilómetro 44 de la Troncal 10; los criollos a Tumeremo, a los sitios en donde “la mina está echando y dejan trabajar”.
En 2011, al menos dos “bullas” alborotaron a los pobladores del Municipio Gran Sabana. Una reventó en El Paují, en la capa, a tan sólo metros de este pueblo mestizo, suerte de refugio de criollos e indígenas, de mineros y ecologistas; la otra en Ikabarú, el gran polo minero de los años 40.
Los relatos que dieron parte de los delirios provocados por el oro son apenas distintos: se dijo que, durante dos semanas, unas 200 personas, entre hombres y mujeres, cavaron, lavaron material y sacaron una cantidad de oro que no podrá ser precisada; si bien el rumor da fe de kilos de cochanos vaciados en latas de leche.
Oficialmente, la mina está cerrada y aún más después de las sanción del decreto 8.413 que le reserva al Estado la comercialización del oro.
Bajo cuerda, buena parte de la comunidad de Kumarakapay, sobre la Troncal 10, en pleno Parque Nacional Canaima, está levantando el patio de la escuela valiéndose de maquinarias de alta potencia. Ellos argumentan que la temporada turística de mediados de año no fue buena y que de alguna manera deben resolver.
Por su lado, un trío de vecinos, uno de ellos fiel defensor de la naturaleza prístina de la Sabana, acaba de internarse más allá de Ikabarú, hacia Zapata, un saque arenoso de al menos 15 metros de profundidad al cual los “paleros” se lanzan con el anhelo de desenterrar fortuna y en donde, eventualmente, sólo encuentran la muerte bajo toneladas de material.
El trío se fue alertado por una nueva “bulla” y, según la esposa de uno de ellos, a “rebuscarse la Navidad”. Dos se ganan la vida taxiando. Al ecologista se le dañó el carro, lo intentó con algunas opciones y, finalmente, se fue a la mina. En casa, debiendo el alquiler y esperanzados, lo esperan su mujer y su hijo.  
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