Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Y pisaron sobre un amasijo de palos y bejucos


La Sierra de Lema es la montaña que lleva a la Gran Sabana. Antes, se subía pisando sobre una escalera de palos y bejucos, por eso a ese tramo de la carretera aún se le conoce como "la escalera" aunque obviamente es de asfalto. Fotografía de Morelia Morillo.

Hace 81 años, una preocupación motivó la fundación de la Gran Sabana y de su capital Santa Elena de Uairén, el último municipio y la última ciudad venezolanos de cara al Brasil.

Claro, ya los pemón, el pueblo indígena ancestral de estos confines, habitaba y recorría la tierra de los tepuis, pero la región apenas era contemplada en la distancia por el Gobierno y sus ciudadanos del resto del país.


En su 80 años sembrando el evangelio, monseñor Mariano Gutiérrez Salazar cuenta que, al pasar las fiestas de Navidad, Monseñor Diego Nistal, el vicario apostólico del Caroní, en aquel tiempo con sede en Upata, visitó Tumeremo.


En Tumeremo, el vicario se topó con el persistente rumor: “un padre, con su mujer, había descendido de la altiplanicie, más allá de la Sierra de Lema, donde decía tener escuela, capillas, etc”.


La Sierra de Lema es la montaña indómita que lleva hacia la Gran Sabana.


De acuerdo con sus indagaciones, supuso que se trataba de un pastor protestante, venido de la Guyana Inglesa y esta suposición lo atormentó tanto -por motivos religiosos y políticos-  que decidió ir a las tierras altas de Guayana, toda una osadía pues para entonces la carretera sólo llegaba hasta Tumeremo.


Pero el obispo estaba preocupado, alarmado: “Imaginaba multitudes de indígenas, descendientes acaso de los huidos de las antiguas Misiones del Caroní, cuando la muerte de los misioneros en Caruachi en el año 1817”, y esas imágenes lo sacaban de su habitual serenidad.


Descartando todos los consejos y advertencias, monseñor Nistal y el padre Ceferino de La Aldea, párroco de Upata, salieron el 23 de julio de la sede del Vicariato. De Tumeremo partieron a caballo. El 4 de agosto, se embarcaron en El Dorado y remontaron el río Cuyuní. Alcanzaron la desembocadura del riachuelo Wei y cruzaron la selva en compañía de un grupo de indígenas que regresaba de pescar en las lodosas aguas del Cuyuní.


Finalmente, el padre de La Aldea y sus guías indígenas subieron la Sierra de Lema a través de “la escalera”, una serie de peldaños entretejidos por palos y bejucos que permitía transitar, casi en vertical, hasta llegar a la altiplanicie, a la paradisiaca Sabana, a la inmensidad despejada que sigue a la montaña hermética. 


A pesar de su angustia, monseñor no se atrevió a escalar “aquel amasijo de palos y lianas sobre el precipicio debajo amenazante”.

En Puemuei o El Ají el padre Ceferino se topó con la realidad que atormentaba a su superior, casi hasta contagiarlo: una comunidad arekuna, misioneros protestantes de la Guyana Inglesa y las banderas inglesa y norteamericana.


Por solidaridad, por afinidad, por lástima, la familia Changrá-Pizarro albergó al padre, lo puso al tanto de la situación y lo acompañó hasta la escalera para que desanduviera el camino.


De vuelta en Upata, el vicario le escribió un informe –fechado el 27 de septiembre de 1930- al ministro de Relaciones Interiores.


En ese documento, solicitó el desalojo de los misioneros extranjeros del territorio nacional, así como el establecimiento de los católicos y de una Inspectoría de Fronteras en la Gran Sabana.


El 28 de abril del año siguiente, llegaron Fray Gabino y los padres Nicolás de Cármenes y Maximino de Castrillo a la casa del cerro Akurimá, en donde eventualmente pernoctaban los padres Benedictinos de Brasil.


El Akurimá está a un costado de lo que ahora es Santa Elena. En el sitio también había algunas construcciones indígenas,  se dice que no eran casas, sólo sitios de concentración para los venidos de los caseríos dispersos.


Abajo, ya habían fijado su residencia el general Montes de Oca, inspector de Fronteras y Lucas Fernández Peña como policía.


81 años más tarde, sobre el Akurimá permanece una cruz de metal. Aunque este año no se encendió en Navidad. Cada día, docenas de personas suben a caminar, correr o simplemente a mirar el pueblo de un lado y la Sabana del otro. Mañana es domingo y desde el cerro despegarán los parapentistas.


A diario, los muros de la Misión son fotografiados por docenas de turistas. Adentro, hacen vida dos o tres sacerdotes. En la Sabana, la Iglesia Católica cede cada vez más terreno. Algunas comunidades como Kumarakapay (San Francisco de Yuruaní) y Maurak son fundamentalmente adventistas.


La escalera ya no es de palos y bejucos. Al pasar la Piedra de la Virgen, el manto de asfalto serpentea hasta llegar a la cima, abajo el abismo amenazante sigue siendo el mismo.

domingo, 20 de noviembre de 2011

A la mina en Navidad


El Polaco, una de las minas más grandes de la Gran Sabana. Fotografía Tewarhi Scott.


En 2006, se inició el Plan de Reconversión Minera: varias comisiones de los ministerios de Industrias Básicas y Minería (Miban) y del Ambiente viajaron desde Caracas al sureste extremo de Venezuela para explorar sobre las alternativas productivas de quienes hurgaban bien la tierra, bien las aguas en busca de un diamante o un cochano que les cambiara la vida.
De mala gana, algunos mineros pensaron en convertirse en posaderos turísticos, los otros en transportistas o en amos de algún restaurante, otros prefirieron enlistarse entre los recuperadores de las áreas devastadas, algunos hablaron de hacerse apicultores o piscicultores.
La creatividad dio para todo y las preferencias se anotaron en “un papel de trabajo” que los voceros gubernamentales prometieron “elevar hasta las más altas instancias del poder”. La Reconversión despertó pocas esperanzas, numerosas protestas, mucho malestar y murió de súbito, al menos en ese primer formato.
En 2010, se activó el Plan Caura. Entonces, el Ejército cerró -a punta de fuego y sobrevuelos- buena parte de las minas del estado Bolívar y en el sector alto de la Cuenca del Caroní, la principal generadora de la hidroelectricidad venezolana, ocurrió lo propio.
Los testigos aseguraban que el helicóptero sobrevolaba sabanas, montañas y ríos en busca de las señales indelebles de la minería. Relataban que, ante ciertos indicios como la turbiedad de las aguas, los tripulantes llamaban a sus refuerzos en tierra, aterrizaban o, en todo caso, decomisaban o quemaban cuanto encontraban. Así que muchos se protegían enterrando lo que podían.
Atemorizados, los mineros grandes, los de las máquinas, salieron de los yacimientos. Vendieron sus motores, sus mangueras, sus láminas de zinc Mientras que, sin hacer mucho ruido, los pequeños -los artesanales, los paleros- se quedaron en el campo o guardaron sus surucas y bateas en espera de mejores tiempos.
Fueron los días del éxodo, de los camiones llegando a Santa Elena con los campamentos, los trabajadores e incluso familias enteras a cuestas. Vi a una familia bajar de un camión y caminar hasta su barraca en tierra urbana. Todos portaban morrales, sacos o bolsas sujetos a sus espaldas. En sus manos, los niños llevaban las ollas y los juguetes, la madre a un bebé de meses, el padre la suruca asida a un colchón.
Algunos de los que salieron de la mina se quedaron en la capital de la Gran Sabana y empezaron a “taxiar” o a “talibanear”;  los indígenas se fueron a Apanao, sobre el kilómetro 44 de la Troncal 10; los criollos a Tumeremo, a los sitios en donde “la mina está echando y dejan trabajar”.
En 2011, al menos dos “bullas” alborotaron a los pobladores del Municipio Gran Sabana. Una reventó en El Paují, en la capa, a tan sólo metros de este pueblo mestizo, suerte de refugio de criollos e indígenas, de mineros y ecologistas; la otra en Ikabarú, el gran polo minero de los años 40.
Los relatos que dieron parte de los delirios provocados por el oro son apenas distintos: se dijo que, durante dos semanas, unas 200 personas, entre hombres y mujeres, cavaron, lavaron material y sacaron una cantidad de oro que no podrá ser precisada; si bien el rumor da fe de kilos de cochanos vaciados en latas de leche.
Oficialmente, la mina está cerrada y aún más después de las sanción del decreto 8.413 que le reserva al Estado la comercialización del oro.
Bajo cuerda, buena parte de la comunidad de Kumarakapay, sobre la Troncal 10, en pleno Parque Nacional Canaima, está levantando el patio de la escuela valiéndose de maquinarias de alta potencia. Ellos argumentan que la temporada turística de mediados de año no fue buena y que de alguna manera deben resolver.
Por su lado, un trío de vecinos, uno de ellos fiel defensor de la naturaleza prístina de la Sabana, acaba de internarse más allá de Ikabarú, hacia Zapata, un saque arenoso de al menos 15 metros de profundidad al cual los “paleros” se lanzan con el anhelo de desenterrar fortuna y en donde, eventualmente, sólo encuentran la muerte bajo toneladas de material.
El trío se fue alertado por una nueva “bulla” y, según la esposa de uno de ellos, a “rebuscarse la Navidad”. Dos se ganan la vida taxiando. Al ecologista se le dañó el carro, lo intentó con algunas opciones y, finalmente, se fue a la mina. En casa, debiendo el alquiler y esperanzados, lo esperan su mujer y su hijo.  

martes, 27 de septiembre de 2011

Infierno en el paraíso


En Santa Elena no hay matadero, pero se benefician animales para el consumo humano (Fotografía de Morelia Morillo).
Un cachorro famélico, las cabezas de tres vacas, muchos perros más matando el hambre, millares de moscas y cientos de zamuros. Ahora, estas sabanas de la comunidad indígena pemón de Santa Teresa más que a un paraíso se asemejan a la quinta paila del infierno. A esa de las maldiciones y los temores populares. Hay humo y  huele a plástico quemado.

Santa Teresa está ubicada a escasos 15 kilómetros de Santa Elena de Uairén, la capital de la Gran Sabana y a cinco del puente Kukenán, un paso sobre el río de aguas lodosas que marca el lindero sur del lado oriental del Parque Nacional Canaima, en la Gran Sabana.

Desde hace un par de años, la Alcaldía del Municipio Gran Sabana, el último en el sureste extremo de Venezuela, mudó a Santa Teresa el relleno de basura, que se encontraba en la comunidad de Maurak, igualmente bella, boscosa y prístina. La mudanza obedeció a la inauguración del Aeropuerto Internacional. Es sabido que los aviones y los zamuros no pueden compartir.

Entonces, no faltaron los reclamos, las advertencias. Ante la resistencia, la Alcaldía llegó a un acuerdo con la comunidad indígena, hizo valer su autoridad para deponer los desechos sólidos de sus cerca de 20 mil ciudadanos y garantizó que los manejaría de la mejor manera.

Luego, hace ya algunas semanas, se dañó una de las máquinas asignadas al relleno y la otra fue a apoyar los arreglos urgentes de una súper falla sobre la troncal 10. Dejaron de abrirse y de rellenarse las terrazas, tan pronto como el colector (hay uno sólo para todo el pueblo) suelta su inmunda carga y esta sabana, que era un paraíso, terminó convertida en un infierno.

A través del programa de Ramón López, líder indiscutible de la radio local y ahora precandidato a alcalde ante la Mesa de la Unidad, los usuarios denuncian que hay indígenas hurgando en las montañas de basura en busca de huesos o pedazos de carne para hacer el tumá. El tumá es el consomé típico de los pemón. Se hace con presas de báquiro, de danto, de pescado. En todo caso, con mucho ají y una pizca de sal.

Hoy es domingo, ya pasó el medio día, y apenas un hombre y su mujer perturban las andanzas de los zamuros, de los perros y de las moscas. Él es Aquiles Fernández, descendiente de Lucas Fernández Peña, el fundador de Santa Elena de Uairén, al menos según la versión criolla. Ella es su mujer.

A él, que habita esta sabana desde siempre, la Alcaldía le encargó la vigilancia. Ella lo ayuda porque, hace un rato, media docenas de niños pemón vino en busca de juguetes y provocó una diáspora de papeles y plásticos. Él está indignado, no puede creer en lo que se convirtió el patio de su casa.

Ya en la mañana, a las seis, un anciano pemón cargó su inmenso guayare con presas de todo tipo y se las llevó para hacer el tumá. Aquiles cuenta que le advirtió el riesgo que corre, pero el anciano lo descartó. La candela mata todo razonaría y la quinta paila del infierno sigue hirviendo.

martes, 6 de septiembre de 2011

PsicoTaxi con vista al Roraima


Por la Troncal 10, rumbo al Kukenán marcha el Psicotaxi.

L es catalán por nacimiento y psicólogo de profesión. Llegó a la Gran Sabana hace algunos años y, casi de inmediato, dejó de ser turista para ser inmigrante.

Días más tarde, comenzó la construcción de un campamento eco turístico en una de las montañas aledañas a Santa Elena de Uairen, la última ciudad venezolana hacia el sureste profundo.

Pero, además, L conduce el PsicoTaxi, como ya lo hiciera uno de sus colegas en las calles y avenidas de Barcelona, España. Valga la confesión.

A diario, L recorre Santa Elena con su calcomanía de Taxi prendida al parabrisas de su Mitsubishi Montero. Sin embargo, en su tarjeta de presentación, no ofrece el servicio de transporte mas sí “Consulta y Orientación Psicológica”.

D cuenta que acudió a L agobiado por el mal de amores y se bajó del carro con la determinación de ser un empresario exitoso. A varios meses de su última sesión, D sigue lamentando aquella pérdida, pero se le ve próspero al frente de su negocio y lleno de proyectos.

Previa cita, L sube a bordo a su pasajero, paciente y se enrumba hacia la Sabana, hacia el puente sobre el río Kukenán, hacia el sector oriental del Parque Nacional Canaina, a escuchar despechos, confusiones, tormentos, confesiones. En este paraíso, la gente vive lo que en cualquier otro lugar del planeta. En veinte minutos, el psicólogo y su paciente estarán de vuelta hasta completar los cuarenta minutos estipulados.

En caso de que sus orientaciones no sean efectivas, pensará L, seguramente lo serán las vistas de la Sabana, su aire fresco, sus caídas de agua convertida en espuma, sus cortinas de lluvias corredizas, sus arcoíris de 180 grados sobre aquella inmensa bóveda celeste, sus morichales, sus atardeceres naranja-rosa, Roraima, el gran verde azulado.  



martes, 9 de agosto de 2011

Viernes de mercado





Es viernes y Santa Elena de Uairen, la capital del último municipio venezolano en la frontera con Brasil, está a reventar.

Usualmente, el pueblo es tranquilo; por momentos, se paraliza, pero hoy el tránsito en sus aceras y calzadas apenas fluye a cornetazos y empujones.

El movimiento empieza desde el jueves, al final de la tarde, con la llegada de los primeros camiones cargados de frutas, verduras, del queso, del pescado y de algunos víveres, de esos que, como por arte de magia, desaparecen de los estantes venezolanos para aparecer en los brasileños.

Los camiones vienen desde Mérida, Barquisimeto, Cumaná, San Félix. Hacen 30, 24, 16, 10 horas hasta su puesto en el patio del Mercado de Kewey I.

Kewey es la barriada más populosa de Santa Elena, surgió a partir de la primera gran invasión a mediados de los noventa. Por años, se le llamó “La Invasión”. Luego Kewei, un vocablo que en pemón nombra a las semillas sonajeras y al río al que iban las aguas de las sabanas y morichales ocupados.

El mercado nació en 1992, por iniciativa de los productores indígenas. Durante más de una década, se alternó entre el Parque Ferial, la calle Roscio, la Laguna y Manak Krü. Hace un par de años, el alcalde inauguró el Mercado Municipal. Meses después, los indígenas aceptaron ocupar un pasillo techado a un costado del galpón principal, en donde se vende la mercancía seca; el estacionamiento los separa de los comerciantes no indígenas.

Los pemón llegan al alba. Vienen de Waramasén, de Maurak, de Sampai, de Santa Lucía, de Betania, de Sakaumutá; Viajan en los camiones de las comunidades o en vehículos alquilados y atestados de mercadería y gente.

Suelen venir con su familia: con la mujer, con los niños, con los abuelos. El mercado se convierte en un encuentro de paisanos, de primos, de hermanos. Mientras venden comparten el kachirí, la bebida hecha con yuca fermentada y algo de casabe grueso con kumachí (picante).

El día anterior cosechan sus conucos y, luego, se vienen “al pueblo” cargados de plátanos, de madera, de cambures, de yuca, de ocumo, de auro' sá, de caraotas negras muy frescas, del ají que quema y de las lechosas y las piñas que endulzan.

El auro' sá es una especie de espinaca silvestre que agregan al tumá, el tradicional consomé del pueblo pemón.

Hoy, una mujer indígena vende un balde de  saltamontes; con un plato hondo mide y sirve; cada porción cuesta 20 bolívares. Muy cerca, un hombre con acento “guaro”, de Lara, de Yaracuy, ofrece pequeños cuatros y pares de maracas. Allá son tradición, acá una extravagancia. Él viene de Portuguesa.

Traen también piezas de danto, de báquiro y de pescado, todas ahumadas o asadas e inmensas y gruesas tortas de casabe. Venden y, de inmediato, compran una franela, una falda, un par de sandalias, un pantalón, un juguetito, un CD y, con el pasar de las horas, latas y gajos de cerveza.

Cada vez más, vienen también criollos e indígenas del otro lado de la frontera: de BV8, de BV9, de las poblaciones brasileñas ubicadas apenas a metros de esos hitos. Ellos nos surten de lechugas, de espinacas, de cebollín, de perejil, de rábanos, de cilantro. Son pequeños agricultores que tienen por norma cultivar con ayuda de abonos y pesticidas orgánicos.

La rutina de los compradores es similar a la de sus proveedores: los bodegueros y dueños de restaurantes inauguran la jornada; antes de las cinco, se consiguen los víveres escasos como el café, la Mavesa, el aceite, la harina de trigo; les siguen los amantes de la vida sana en procura de queso fresco y productos libres de químicos; a partir de las siete, el mercado es intransitable.

Santa Elena es una especie de isla rodeada de ríos, sabanas, selvas y morichales y sitiada entre las fronteras de Brasil y Venezuela, quien no aprovecha la feria de los viernes debe ajustarse a los precios locales, concebidos a partir de la incestuosa relación Real-Bolívar.

Es viernes y, como de costumbre, hoy llegan los brasileños. Vienen a comprar gasolina barata, víveres por docenas a los chinos, electrodomésticos por cajas a los árabes y ropa interior colombiana a sus compatriotas. Hasta poco antes de que caiga el sol y se aproxime el cierre de la frontera, Santa Elena estará a reventar. Luego, se iniciará el éxodo.

jueves, 7 de julio de 2011

El Sur también es una quimera

La casa rodante de Bruno y su familia (Fotografía de Morelia Morillo).

LaTroncal 10 lleva al al Sur en tricicleta o en Rolls (Fotografías de Tewarhi Scott y Morelia Morillo).

Ellos son polacos. Salieron de su país con el objetivo de viajar durante un año a bordo de su tricicleta.  Sobre la tercera rueda, en la maletera, viaja la casa, la ropa, la comida y todo lo demás.

Pedaleando, por supuesto, cruzaron la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairen -puerta de Venezuela de cara al Brasil- y se enrumbaron hacia la Gran Sabana. Corría el primer domingo de julio.

En inglés,  contaron que venían desde Salvador de Bahía, hoy capital de ese estado y antes del Brasil colonial, y que les faltaba mucho por recorrer.

A la altura de Brisas del Uairen, la barriada aledaña a Santa Elena (la primera ciudad venezolana en esta frontera), solicitaron las señas de un mecánico que remendara y regresara a su lugar la cadena de su vehículo.

No faltó quién les ofreciera una cola o les planteara la alternativa de un taxi. Pero ellos, firmes en su propósito, tomaron nota de la información que requerían, chequearon su mapa, se dieron cuenta de que sólo les faltaba transitar un par de kilómetros y se lazaron hacia Santa Elena en busca del taller. Era domingo, seguramente lo consiguieron cerrado.

Bruno, su mujer y sus dos hijos son franceses. Salieron de su casa en septiembre de 2010 . Hicieron del camión IVECO su hogar. Se aveturaron a conocer Suramérica desde la Patagonia hasta Colombia y esperan regresar en septiembre próximo. 

A diario, muchos atraviesan la Gran Sabana en busca del Sur profundo o de regreso. Por la Troncal 10, transitan bicis y motos que parecen casas rodantes, motorhomes de lujo y de latón. La semana pasada, una camioneta Hyundai chilena. Hace un par de meses, un Rolls Royce canadiense.

A veces, por lo general, los viajantes sólo cuentan con su cuerpo y la mochila. No llevan placas, no sé sabe de dónde vienen. El Sur también es una quimera.

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