Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Su vida era salvar vidas


Esta foto fue tomada del perfil En memoria de Luis Scott que agrupa en FB a algunos de sus seguidores.

De pequeño, a Luis Scott seguramente le gustaban los carritos y las motos, pero nada como las ranas, arañas y especialmente las serpientes, tan atacadas tan en peligro.  Así, en esa extraña manía de encariñarse con cuanto bicho le pasara al frente, se dejó ver la que sería la razón de su vida y de su muerte.

Nació en Caracas y creció devorándose la ciudad al lomo de una moto; vagó por Europa;  se refugió en la India y un buen día, ya de vuelta, una voz irrumpió en su sueño profundo, para ordenarle “ve al sur, ve al sur” y él obedeció.

Días después, subía, en su  volkswagen  escarabajo, la –aún de tierra- escalera, que era la carretera sobre la Sierra de Lema; atravesaba la Gran Sabana; navegaba a bordo de sendas chalanas los anchos Yuruaní y Kukenan; hacía las compras de última hora en Santa Elena y, finalmente, alcanzaba Pui. Corría 1978 y la compañera de Luis estaba a punto de dar a luz.

Pui es el punto medio sobre la vía que lleva desde la capital municipal a El Paují, un campamento minero que vivía sus mejores días, punto de encuentro entre selvas y sabanas. Aún está ahí la alcabala y el salto de la anaconda.

La pareja se hizo una casa de dos niveles en palos y palmas; él la parteó; lavó pañales; sembró; hizo yoga; se ganaba la vida con las artesanías y la construcción; se mudó a El Paují; volvió a Caracas por trabajo; regresó; se hizo apicultor; fundó el grupo de rescate y la asociación de apicultores; se casó con una odontóloga que vino a la zona a hacer sus pasantías; mutó en pequeño empresario turístico y, muy importante, montó su primer serpentario.

A finales del siglo que pasó, el turismo en El Paují cayó en picada y Luis se mudó a Santa Elena de Uairen. Fue presidente de la Cámara de Turismo; comerciante, maestro de varias obras, vocero de su consejo comunal, carpintero, rescatista, paramédico. De noche, solía relajarse haciendo artesanía mientras escuchaba a Enya.

Como no pudo llevarse el serpentario a cuestas, terminó hospedando a sus culebras en una habitación de su casa y a veces también monos en el patio, hurones en la sala, abejas en el patio y loros en el lavadero.

Los protegía del maltrato, del tráfico, del cautiverio, de la muerte. Con excepción de las serpientes, a todos los demás los liberaba pronto.

Ya en los dos mil, tuvo un segundo hijo y en la roja y pedregosa Colinas de Piedra Canaima parió el Centro de Exhibición de Serpientes Okoi, un logro en el que se materializó el esfuerzo propio, el de los amigos, de las instituciones.

En pemón, okoi significa culebra. Él diseñó la obra; la construyó; hizo el mobiliario y la pobló con jaulas de cristal habitadas por serpientes camufladas en lechos de aserrín.

A ellas les brindaba abrigo a cambio de unas gotas de veneno.  Finalmente, había logrado encaminarse en la misión de su vida: salvar vidas, las de las serpientes y las de sus víctimas. Enviaba las ponzoñas a los centros universitarios especializados en la producción de sueros antiofídicos.

Además, se las mostraba a todo el que quisiera conocerlas; daba cursos de manejo de ofidios a los guardias nacionales, a los efectivos del Ejército, a los policías y a cuanto vecino se interesara en las diferencias entre una culebra venenosa y una inofensiva y en cómo manejarse con ambas.

El domingo antepasado, debió levantarse como de costumbre, de buen ánimo y sin café porque no lo tomaba. Era vegetariano. Meditaba. Seguramente, desayunó ligero y se dio prisa para llegar puntual a la cita con el equipo con el que grabaría para el Discovery Channel.

Terminada la jornada, a Luis se le ocurrió mostrarle a la visita su cascabel consentida, una de dos metros, su mayor donadora de veneno.

En segundos, a ella se le ocurrió probar la pantorrilla izquierda de su cuidador, abrió sus fauces y llegó hasta allá a donde no alcanzaba la bota de cuero.

Era su décima mordida mortal y está vez, como en todas las anteriores, Luis dio por descontado que echaría el cuento.

Dicen que cualquiera hubiera muerto en una hora, pero él -a sus 63- tuvo el valor de aplicarse electricidad y manejar hasta donde su hermano Douglas, su paramédico de confianza, el mismo que lo había salvado siempre.

Le exigió que lo tratara en casa. Luis detestaba los hospitales. A media noche, no le quedó otra opción, se dejó llevar al Rosario Vera Zurita de Santa Elena y, finalmente, ser trasladado a  Boa Vista, a 250 kilómetros de distancia. Lo de otros casos: en Santa Elena apenas hay recursos para atender una gripe.

Pasó su vida rodeado de serpientes y, durante más de 12 horas, vivió lo único que le faltaba: la agonía de la víctima de una mordedura de cascabel.

El martes, a las 10:00 AM. y sin retrasos, el pueblo lo despidió. El coro de niñas católicas y sus guitarras; el joven pastor evangélico; el poeta pemón inspirado por los mapuches; la facilitadora del curso de prosperidad; cada quien le dijo adiós a su modo. Pero eso sí, nada de misas.

Esa mañana, la vidente del pueblo consultó el calendario maya y se fue a la Casa Comunal de Akurimá, en donde lo velaban, con un mensaje para la familia, los amigos, los conocidos:”murió bajo el sello identificado con el dragón cósmico que representa el cierre de un ciclo y eso significa que su partida ya estaba marcada y que no había poder material que pudiera cambiar eso”.

Agregó algo más: “casualmente, el animal al que dedicó la vida (la serpiente) es el que lo saca de este plano”.

Cuando, tras las expresiones de afecto, sus familiares se decidieron a sepultarlo una abuela pemón se les acercó para darles las condolencias en nombre de su gente y pedirles que le permitieran despedirlo con el himno de la Gran Sabana y todos se ahogaron en llanto.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Tumá serö, antes y ahora



Las abuelas pemón aún elaboran las ollas de barro (Fotografía de Morelia Morillo).
A media mañana o a media tarde, la mujer pemón prepara el fogón y, al domar el fuego, monta su olla hecha de arcilla.

En la sociedad pemón tradicional, una buena mujer recibe a su marido con el agua ya hirviendo y un buen hombre llega a casa cargado con algo de presa.

Los pemón, los pobladores ancestrales de la Gran Sabana, llaman presa al resultado de la cacería o de la pesca, al báquiro, al danto, a la lapa, al pescado y, hoy en día,  también al pollo y la res.

Mientras el hombre se da un baño en el río o bien en la ducha o a un costado del tambor, la mujer se ocupará de limpiar la carne y de arrojarla al agua burbujeante, hoy posiblemente en un caldero de aluminio.

Un rato más tarde, aderezará el hervido con sal, ají y tal vez con aürosa, suerte de espinada silvestre que brota de entre los restos del conuco.

Entonces, ella convidará a la mesa: “Tumá serö”, dirá, algo así como vengan a compartir el tumá o la comida está servida.

El tumá es la comida típica de los pemón, un consomé en torno al cual se reúnen la familia y la comunidad, conversan, se ríen, comparten, mientras cada quien moja el casabe grueso y sólo al final, extrae un pedazo de presa.

  • Cada mes de agosto, la comunidad de Kumarakapay celebra la Feria Ecoturística del Tumá.
  • Su objetivo es compartir con propios y extraños el sabor y significado del plato tradicional de los pobladores originarios de la Sabana.
  • Kumakapay está ubicada sobre la Troncal 10, a 40 minutos de Santa Elena de Uairen.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Muerto en vida

A falta de clasificados, buenas son las paredes (Fotografía de Morelia Morillo).


Sin proponérselo, el encantador de animales, dos taxistas y el conductor de un camión de gas experimentaron la resurrección.

Por separado, cada uno tuvo su instante estelar.

En algún momento, se dijo que uno de ellos había muerto y, como no era cierto, uno a uno estos hombres volvieron a la vida, a las calles de Santa Elena de Uairen, en el sureste extremo de Venezuela,  ante la mirada incrédula de algunos y aterrorizada de aquellos que creyeron ver un fantasma.

En la capital del municipio Gran Sabana se cumple al pie de la letra aquello de “pueblo pequeño infierno grande” y las más reconocidas teorías sobre el rumor. La llaman “Santa Lengua de Uairen”.

Acá apenas llegan unas pocas docenas de periódicos, tarde y sin certeza, y las dos emisoras locales llenan sus espacios con productores independientes.

Estos productores de radio pagan su hora y, con el patrocinio de algunos comerciantes, hacen lo que pueden por informar acerca de lo que recogen en su cotidianidad, sin más pauta que el ir calle arriba y calle abajo.

Además, la señal de TV sólo es captada –pago mediante- a través del cable o satélite y la Internet, aunque tiende a mejorar, aún es un derecho que reservado a un puñado de centros de conexión y a algunos pocos afortunados.

Pero no sólo los secreteos inspirados en los affaire sobre decomisos pesados, extramatrimoniales o de cualquier otro tipo se riegan como la espiga. Es lo fúnebre lo que enciende los cuchicheos. En este pueblo pequeño, el rumor mata, al día siguiente entierra y luego resucita a sus víctimas.

Del encantador de bestias -no sólo de perros, también de monos, serpientes, hurones y loros- se dijo que había perecido en la vía que conecta a Puerto la Cruz con Cumaná, en el oriente del país y su hijo estuvo a punto de caer tendido, en el patio del Liceo “Nicolás Meza”, al conocer la noticia.

Del segundo taxistas se comentó que se había estrellado contra la defensa del puente del río Kukekán, cuando en realidad el infortunio lo sufrió uno de sus primos al volante de un vehículo similar. Un ex compañero de escuela saltó al toparse con un desconocido a través de la ventanilla de la urna.

Del conductor del camión de gas se rumoró que había volcado a la altura de Tumeremo, otro de los pueblos del sur, con el carro cargado.

Ocurrió la semana pasada. Buena parte del pueblo lloró por el hombre, por los cilindros, por su contenido. “Imagínate, yo tenía dos bombonas en ese camión y con lo caras y difíciles de conseguir que se han puesto”, escuché. Horas más tarde, chofer celebraba la vida en la licorería de La Planta, vía Brasil.

Del primer taxista se dijo que había sufrido un accidente en la carretera de El Paují, a 80 kilómetros de Santa Elena. Cuando llegó a su casa se encontró con varios amigos. Todos lo recibieron bañados en lágrimas.

Eso fue hace un par de años. Cada vez que se lo consigue en la calle, el responsable de aquel rumor –plenamente identificado-  le grita “Epa, muerto en vida” y al resucitado no lo queda más que reírse.
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