Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Elena, pero no santa

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Este texto se publicó originalmente en el número 4 de la revista Marcapasos (septiembre 2007) y se reeditó en la antología Se habla venezolano (Editorial Punto Cero, marzo 2010). Hoy volvemos a compartirla por ser el día de santo y cumpleaños de la señora Elena.  Fotografía de Morelia Morillo.

La de (Luisa) Elena Fernández Peña no es una historia común. Siendo su primogénita, inspiró a su padre, el controvertido Lucas Fernández Peña, el fundador de Santa Elena de Uairén, a nombrar el último pueblo al sureste del territorio venezolano, al menos a 18 horas de Caracas y a 15 minutos de Brasil. Su semblanza es a su vez la de una localidad que, de desde mediados de los noventa, viene dejando de ser un lugar sagrado, el destino perfecto para quienes atraviesan la paradisíaca Gran Sabana sobre la Troncal 10, para transformarse en una singular Babel.


. Es viernes de mercado y Santa Elena de Uairén está a reventar. La venta es en la calle Roscio. Desde las cinco de la tarde del jueves hasta bien pasado el mediodía del viernes, el circuito en torno al cual creció este pueblo minero –decretado después puerto libre, con pretensiones de refugio para turistas aventureros – es intransitable.
Por decreto presidencial vigente las minas son cada vez menos; el puerto libre es aún un concepto abstracto: muy pocas compañías tienen sus licencias al día y la suerte de quienes se dedican al turismo se mece en un subibaja que se mueve según las noticias que acerca del país se publican en el extranjero o los recursos de los viajeros nacionales.
Hoy, como ningún otro día de la semana, las aceras y las calzadas de la capital de la Gran Sabana son un colage de razas, de nacionalidades, de culturas: En la Roscio, los indígenas pemón venden los productos del conuco, pero cada vez el mercado es menos de indígenas y más de buhoneros, mercaderes de todo tipo de mercancía venidos de cualquier parte del país y de artesanos del mundo. En las otras calles, los brasileros –favorecidos por el cambio, sobre los 1.700 bolívares por real– compran por docenas las sillas plásticas y se disputan con los locales los productos de la cesta básica; los turistas extranjeros apenas se percatan del hervidero, tan poco parecido a la sabana de las postales, al paraíso protegido por el sector oriental del Parque Nacional Canaima o al hippy Paují.
En Santa Elena abundan los carros. No hay transporte colectivo, así que la mayoría se gana el pan “taxiando” y hay casi tantos taxis como personas con bocas que alimentar. (Manuel de Jesús Vallés, el alcalde actual, fue taxista). La otra gran fuente de ingresos es la venta doméstica de gasolina. A los revendedores del combustible, a punta de chupadas y escupitajos, se les conoce como “talibanes”. Al norte o al sur de los hitos, las ofertas de los contrabandistas brasileros rondan los mil bolívares por litro.
Esta es la Santa Elena de la última década, un caos que crece hacia el fin de semana.
Hoy, viernes de mercado, (Luisa) Elena Fernández Peña y su hermano José Jesús salen de uno de los más concurridos de la docena de supermercados del pueblo y van a otro sobre las Cuatro Esquinas –el cruce a partir del cual se extendió la pequeña ciudad y el centro de operaciones de los “trocadores” que a viva voz ofrecen dólares o reales–. Regresan a casa con las manos vacías.
Ella es la mujer que inspiró a su padre a nombrar el sitio que se convertiría en el último pueblo al sureste del territorio venezolano: Santa Elena de Uairén. También para él, su primer nombre (Luisa) pasó desapercibido, como entre los paréntesis. Ella, con ochenta y siete años, no soporta el bullicio de este pueblo que nada tiene que ver con el paraíso de sus recuerdos: unos pocos indígenas, mucha neblina, mucho verde, mucha agua cristalina y una casa llena de hermanitos.
. Elena Fernández lleva sombrero de paja, lentes oscuros, blusa estampada, collar de falsas perlas, anillo de graduada y prendedor de opaca pedrería. Su cabello y sus cejas van retocados y si su dentadura no es la que Dios le dio a simple vista luce sana y auténtica. El sombrero es mera costumbre de los que han vivido a la intemperie. Está nublado, a ratos llovizna. Astuta y de carácter fuerte, seguramente sabe que esa prenda de copa modesta y ala amplia le suma reciedumbre y por eso pasa de largo sobre las críticas de Isabel, la cuarta de la dinastía, quien se empeña en que se descubra, en que recuerde, en que hable, en que cuente, en que calle. En presencia de Isabel, Elena es más bien reservada.
Lucas Fernández Peña nació en El Baúl, estado Cojedes. Recorrió los confines venezolanos, por el extremo sureste, en 1921. Las versiones, acerca de sus motivos para internarse en estas tierras (entonces al margen de la justicia terrenal) no son pocas, si bien pocas le favorecen tanto como la de su hija mayor.
Culpable o no, en la memoria de su Elena, Fernández Peña es un héroe. Cuenta que su padre era un nacionalista y que fue esa (y no otra) la razón por la que ubicó en ese primer viaje los alcances del territorio patrio. Relata que en su prima aventura “papá” no consiguió en la zona más que indígenas pemón y que a su regreso, dos años más tarde, lo sorprendió la bandera inglesa sobre el cerro Akurima –voz pemón que se traduce como el sitio de las arañas rojas– y los indígenas balbuceando el idioma de los colonizadores adventistas.  “Defendió el territorio nacional sin matar gente, sin golpear a nadie. Les dio 24 horas para que se fueran”.
Elena asegura que fue así como su padre controló la situación. Izó el pabellón tricolor y fundó Santa Elena, inicialmente su casa, luego parte del municipio Sifontes del estado Bolívar y desde 1989 la capital del municipio Gran Sabana. Inocente o no, el vicario apostólico del Caroní, monseñor Diego Nistal, lo recomendó como policía de fronteras. Fernández P. era el único criollo en el Alto Caroní. Durante años, el cargo fue suyo.
Lugar de cazadores de fortuna, en la localidad la historia de Elena y del pueblo es tarea obligada en alguna escuela o un dato reservado a los fisgones.
. “La casa de los Fernández Peña” se encuentra en la vía que une Santa Elena de Uairén con la comunidad indígena de Manak-Krü, casi al frente de la Residencia Presidencial _un caserón de piedra y tejas por donde han pasado los presidentes de la República de antes y el de ahora en sus visitas a esta frontera_ y a metros del templo levantado por los capuchinos (1950) y que hoy es también la Catedral. (Si hay buen tiempo, Elena va a misa de ocho los domingos).
En casa casi todo es como antes. Elena sigue viviendo en una pequeña colina, desde donde se ve todo pero al margen de las miradas forasteras. Vive en la calle que alguna vez fue nombrada con sus apellidos, que después llevó el nombre del misionero Nicolás de Cármenes y que finalmente tomó (como opción intermedia) el del laico general Urdaneta. Una vivienda rural de las tantas concebidas por la democracia venezolana de los setenta como parte de la guerra contra la malaria. Está construida  –a la sombra de un mango antiguo– sobre el terreno en el que ha vivido toda la vida; dos de sus hermanos son sus vecinos: José Jesús, sus hijos y nieto a la izquierda e Isabel en el bahareque de la derecha. . “Aquí estamos las dos hermanitas: felices, ella con sus matas y yo con mis animalitos”, sonríe Elena.
Entre las residencias de ambas, sobreviven de pie los cuatro palos del hogar paterno y humea la cocina de leña en la que Elena, con la ayuda de un par de diligentes indígenas, guisa res, pescado y arvejas; hace las infusiones de citronella y toronjil que, junto al ayuno frecuente, preservan su buena salud y el café, que sirven en el pocillo de porcelana empotrada en acero inoxidable reservado para la visita, cada vez más esporádica. Elena teme que sus amigos la olviden.
En esos terrenos está también el peladero que dejó el potrero del jefe del clan y un museo que se empeña en levantar, sin mayores recursos, la mayor de sus hijos. “Esto (la Sabana) alguna vez fue mar y mi papá consiguió muchos fósiles. Le voy a guardar sus cositas. Quiero resguardar su memoria porque la gente habla muchas cosas que no son”.
Las enramadas de orquídeas, las empalizadas que protegen las rosas, una diezmada bandada de gallinas, los ocho patos, los catorce gatos, Plutón, un perro malhumorado, un río y cinco vacas. Elena ama la naturaleza: “Los animales avisan lo que va a pasar y el que no sabe eso no sabe nada”
Al otro lado de la cerca de alambre de púas, que separa la colina de los Fernández Peña de la calle Urdaneta, Santa Elena sigue a su ritmo, una cadencia mestiza de reguetón, fogó, llaneras, vallenatos; mineros, “talibanes”, invasores, pequeños empresarios turísticos, ecologistas. Un camión pasa a toda velocidad. Elena calla y cierra sus ojos como si quisiera olvidarse de eso en lo que se ha convertido la aldea que su familia comenzó a poblar y que ahora tiene quince mil habitantes, en la que empiezan a asustarla el hampa y los “desconocidos”. “Yo antes salía, se hacían fiestas, pasaban invitaciones formales y uno iba con la familia, pero todo ha cambiado”. A Elena le gusta el pasodoble y eventualmente un güisqui para mantener su hipertensión a raya.
Está impactada por las noticias que escucha por la radio sobre lo que pasa al otro lado de su alambrada, por los rumores de atracos nocturnos en la Troncal 10, la carretera que une a Santa Elena con el resto del país. “Dicen que bajan a la gente, que los desnudan, que les quitan todas sus pertenencias ¿Qué está pasando con mi Sabana? eso nunca se había visto, este era el lugar más tranquilo del mundo”.
. El domingo amaneció nublado y ella prefirió resguardarse en casa. Pero el lunes la conseguí leyendo la Pequeña Biblia frente al fogón. Elena se levantó tan rápido como pudo y de nuevo me llevó al porche; apenas entreabrió la puerta –marcada con una calcomanía de esas que dicen “Aquí somos católicos, amamos la virgen…”– para sacar un par de sillas de mimbre y entonces, para mi sorpresa, me invitó a pasar.
El discreto recibidor, en perfecto orden, está tapizado de fotos de familia: de Lucas Fernández Peña con sus hijas, de Lucas Fernández Peña con un par o un trío de nietos, de Lucas Fernández Peña con al menos una docena de sus descendientes, todos de mirada profunda, serena, lejana. Todos con las facciones de él y muchos con el color arcilloso de la madre. “El era hombre blanco”, acota Elena. Sobre un atril están los rostros jóvenes del padre y su esposa María impresos en una escudilla de plata peruana.
Los Fernández Peña son una casta unida por la sangre de su padre, que con María Josefa, un indígena waika con la que contrajo nupcias el once de octubre de 1931, tuvo diez hijos, y otros diecisiete con otras dos mujeres del lugar. Los veintisiete se conocieron y se quisieron, o al menos se aceptaron y respetaron como hermanos; todos, con sus apellidos o no, reivindican su vínculo con el fundador de Santa Elena. Hace poco murió Gilberto: el mayor de los varones fue sepultado en el cementerio familiar, en plena sabana. Elena lleva el luto por dentro.
Los venaditos de porcelana sobre la mesa de centro, el busto de Bolívar en yeso y tonos ocres, los reconocimientos, una cocina sin rastro de uso, tres enormes tinajas rojas que sirven para almacenar el agua de tomar y la fotografía de un avión que ella identifica como un DC3. “El primero que voló a esta zona, costaba cincuenta bolívares el pasaje”.
Fueron muchos los aviones que tocaron estas fronteras desconocidas. Elena conoció a Jimmy Angel, el aviador norteamericano, el descubridor oficial del Kerepakupai Meru (Salto Angel).  Con él sobrevoló Roraima. Elena se asustó, pero pronto recobró el aliento. “Era el primer vuelo de Angel desde Santa Elena. Para mí fue algo grandioso: ver al mundo bajo los píes de uno y uno volando como un ave”. Elena se enamoró de los aviones, de los viajes y nombró a Angel su padrino.
“Era gordo y amable, al igual que su esposa. Ellos acampaban aquí en el patio porque el señor Jimmy trabajaba con papá en registros fronterizos. La señora siempre me traía muñecas, pero yo ya estaba grande y como ella veía que no me emocionaba me preguntó ¿Te gustan las revistas?”
Más tarde, Lucas Fernández Peña pasó a ser el jefe de aeropuerto y Elena su secretaria; tras el retiro del viejo, Elena lo sucedió en el cargo, de ahí salió jubilada. “Ella fue la primera mujer jefa de aeropuerto de Latinoamérica”, presume su hermano el morocho Juan Miguel. Elena viajó a Caracas para entrenarse en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones. La ciudad le pareció muy bella. La visitó varias veces. “Veía las luces de Caracas como estrellas preciosas”.
En dos oportunidades cruzó el continente rumbo a  Estados Unidos, en donde reside su hermana Diana, casada “con uno de la Nasa” y hoy viuda. “Tanto que me hablaban de que esa gente era déspota, pero yo no vi sino la cultura, la educación”. Paseó por Los Ángeles, Seatle, San Francisco y Las Vegas. Pero en Alaska se asustó mucho porque vio toneladas de hielo. Elena no hizo si no recordar su pueblito, su casita, su lugar.
. Porque ella creció en casa. Tenía diez años cuando llegó a la Sabana la Misión Capuchina, que primero se estableció sobre el Akürima y a los días se mudó a una habitación que Fernández Peña, para entonces policía, les cedió. Elena empezó a estudiar, llegó a sexto grado. Se expresa con propiedad y absoluta corrección. A Elena le gusta leer historia de Venezuela.
La mayor de los Fernández Peña nunca se casó. ”Era muy exigente, muy celosa (…) Quedé inmunizada contra el amor”. Tal vez, vivió muy de cerca el sufrimiento de su madre ante las andanzas de su padre, las desilusiones de sus amigas ante los deslices de sus maridos. Su último pretendiente fue un alemán, un comprador de oro y diamantes de la zona de Ikabaru, una de las localidades mineras más pujantes durante la última mitad del siglo pasado. Pero a él, como a los anteriores, al verle “un punto” (un defecto) lo despachó con anillos (de matrimonio) timbrados inclusive.
Le hubiera gustado tener sus “muchachitos”, pero si bien Dios no le dio hijos el diablo la hizo tía de medio pueblo. Uno de esos sobrinos me confió que su tía adoptó, sin más trámite que el cariño, al hijo de una de las indígenas que le hacen compañía. “Es muy delicada y a él le permite lo que nunca nos permitió a nosotros: acostarnos en su cama”.
Ezequiel Andrés, su ahijado de once años, hizo la primera comunión a mediados de junio; sino llueve, la acompaña a la misa los domingos y los viernes al mercado.
Jesús De La Torre, encargado de la Educación Religiosa Escolar del Vicariato Apostólico del Caroní, asegura que Fernández Peña designó como Santa Elena a su sitio familiar. Los capuchinos llamaron San Francisco de Uairén a su misión, en las cercanías del río Uairén. Y en Caracas, a más de mil quinientos kilómetros, alguien fusionó el lugar de origen de la correspondencia fronteriza en una opción intermedia, diplomática: Santa Elena de Uairén. De la canonizada epónima hay una estatua inconclusa en la entrada del pueblo. Y en el río Uairén agua contaminada.

15 comentarios:

Lic. Liliana Daymar González dijo...

Es notable el trabajo de investigación, entrevistas y tu audaz observación periodística. Te felicito!

Morelia Morillo dijo...

Gracias Lili, se hace todo lo que se puede. Leiste bien todo. Amigos lectores como tú, son la motivación para seguir con el trabajo. Un abrazo,

edmundo carma dijo...

es magnifico leer historias de nuestros pueblos, me alegro al saber que personas como usted estan interesadas a llevarlas mas alla de nuestras fronteras la felicito y me siento muy contento por lo que he liedo, me gustaria concerla en algun momento para que conociera otros lugares del sur del estado bolivar como son los municipios piar, roscìo, El callao y sifontes soy estudiante de turismo de la UNEG de la sede El Callao este es mi numero por si jjega a estar interesada 04261894130

Morelia Morillo dijo...

Hola Edmundo,

Gracias por visitar el blog, por leer, comentar y ofrecerte como fuente de información.

El sur de Venezuela es defintivamente infinito en dimensiones e historias interesantes. Si te apetece, súmate a nuestro grupo de lectores. Mil gracias, Morelia

Anónimo dijo...

si hubieramos tenido mas personas como este señor que puso nuestra bandera y fundó ese pueblo, los ingleses nunca nos hubieran quitado el Esequibo.

Morelia Morilloramos dijo...

Buen día,

Gracias por leer. En Santa Elena de Uairén la figura de Lucas Fernández Peña es sinónimo de polémica. Efectivamente, algunos piensan que salvo esta tierra y que, gracias a él, sigue siendo venezolana. Otros lo cuestionan por el trato que, aparentemente, le dio a los indígenas que ya estaban en el sitio.

Unknown dijo...

Buenas Noches mi nombre es Eduardo Giner, soy Arquitecto y me gustaría conocer al colega que diseño el terminal de autobuses de Santa Elena sobretodo por el Laberito que se encuentra en su centro...y felicitaciones por este Blogg...Saludos

Morelia Morillo dijo...

Hola Eduardo. Gracias por leer y comentar. El laberinto del Terminal de Pasajeros es una obra de tu colega la arquitecto Vilma Vasquez. Puedes ubicarla a traves del FB por su nombre o el de su campamaneto Kunabayna.

Unknown dijo...

Felicitaciones por este excelente reportaje lo debieses de ceder para su estudio dentro de las escuelas existentes en el municipio ya que muchos niños y adolescentes no conocen la verdadera historia de este terruño ancestral, multiétnico y polifónico que he tomado como segundo hogar, felicidades preciosa!!!

Morelia Morillo dijo...

Buenas tardes, Joel.

Gracias por tu comentario. Por esta vía, siempre y cuando se respeten mis créditos, queda el maaterial a disposición de todo aquellos que deseen usarlo...

Saludos,

Angel De Campos dijo...

Excelente trabajo periodístico y muy bien sustentado, encantado de poder leer historia de nuestra Venezuela y de tan buena forma! En los próximos días estaré arribando a Santa Elena en vísperas de un reto de MTB y de ser posible, en esos momentos de "turistear", a visitar el pequeño museo en la calle Urdaneta. Agradecido con usted por compartir esta información y reseña en su blog que además está de lujo!! Saludos desde Caracas, Venezuela. Angel De Campos. angelmanueldc@gmail.com

Morelia Morillo dijo...

Hola Ángel, Gracias por leer y por tus comentarios. Cada vez que un lector se comunica, en tan bonitos términos, me siento feliz y satisfecha. Buen Reto a la Frontera!!!

Unknown dijo...

Hola Morelia!! descubrí tu blog hace como tres horas, cuando buscaba información acerca de la Gran Sabana y El Paují, y he estado pegada leyéndolo.
Me parece que haces un excelente trabajo y sobretodo porque das a conocer parte de la historia viva de la Gran Sabana, como este relato acerca de la vida de la Sra. Elena Fernandez Peña, el de los hermanos Scott y el de Santiago Ramos Antón "kurén". Estoy fascinada con estas historias, tienes una manera de escribir que realmente engancha.
Estuve en El Paují la pasada Semana Santa, y me doy cuenta que es muy poca la información que se puede encontrar acerca de esos sitios, y tu blog es una manera de conocer esa parte de Venezuela y su gente que es tan lejana para nosotros los caraqueños.
Te felicito por tu blog, y espero que los puedas recoger en unas publicaciones para que queden a las futuras generaciones. Y por favor continúa escribiendo.
Saludos, SILVIA HERNÁNDEZ

Morelia Morillo dijo...

Hola Silvia,

De todo corazón, gracias por leer y por tan gratificantes palabras. Sin duda, quedaste enganchada con la Gran Sabana. Así esta tierra, atrapa.

Un abrazo,

Unknown dijo...

Hola, pertenecemos al periódico Ciudad Orinoco, queremos contactarla para la publicación de sus trabajos, si es tan amable de escribirnos al email: magalyvaldez@gmail.com

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