Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Punto triple: tierra de encuentro


Este es el hito BV0 (Brasil-Venezuela 0) sobre el Roraima (Fotografía tomada de wikipedia.org).

En el extremo oriental del Roraima o Roroima, como llaman los pemón al tepui en donde se escenifican muchas de sus leyendas, se encuentra el Punto Triple.

Se trata del hito en el cual coinciden las fronteras de Venezuela, Brasil y el extremo de Guyana que aún reclama nuestro país.

Las siglas BV-0 (Brasil-Venezuela 0) identifican a este poste de concreto solitario en medio de la nada, un vestigio humano en la montaña milenaria.

Mas el hito es también un símbolo de la vida cotidiana en esta frontera, la del sureste extremo de Venezuela: la Gran Sabana, la tierra de los pemón.

Termina un domingo cualquiera en Santa Elena de Uairen, la capital municipal: río, sabanas, el sol que se asoma y se esconde, puripuris.

 En casa de un guyanés (irónicamente nacido en Ciudad Guayana, la ciudad industrial del Estado Bolívar, pero con un inconfundible acento anglosajón) coinciden dos venezolanos residentes de Santa Elena, dos brasileros venidos de Río de Janeiro, un viajero galés y, por supuesto, el anfitrión.

Cada uno desea practicar el idioma de su vecino en la mesa, los venezolanos el portugués, los brasileros y el galés el español; el guyanés se aferra a su inglés salpicado de lenguas extranjeras. Por fortuna, entre todos se entienden.

Quien invita es guía turístico y, como un asunto de rutina, se esfuerza por agasajar a sus invitados sin distinguir su origen.

De prisa y apenas inspirado por la receta tradicional guyanesa, prepara un arroz con camarones, auyama y, por supuesto, mucho curry.

Ante los halagos, apunta que el curry debe emplearse ya mezclado con aceite quemado y comino. “Que es como se prepara el curry para que suelte todo su sabor”. Pasa la prueba. La comida es deliciosa.

Satisfecho, pleno, después de visitar Roraima y comer del arroz color naranja, Bruno, un antropólogo brasilero actualmente dedicado a su maestría sobre uno de los grupos originarios de Angola, celebró la cena y sobre todo la reunión.

“Porque en la medida en que nos conocemos, en que viajamos, conocemos al otro y somos más tolerantes”. Nadie discrepó, todos brindaron. "Salud".

Sirva esta anécdota para desearles "Feliz Navidad y un 2011 cargado de acciones impregnadas de tolerancia". Gracias a todos por seguir el blog y, como siempre, se les agradece aún más si lo comparten con sus amigos, si comentan, si se hacen seguidores. Hasta enero.

martes, 7 de diciembre de 2010

Los nuevos colonos vienen de Asia


Bolívar con pie de jaspe (Fotografía de Morelia Morillo).

Año 2000
A comienzos de este siglo, sólo el doctor Lú, especialista en medicina oriental tradicional y el propietario del restaurante chino del Hotel Michelle conformaban la colonia asiática en Santa Elena de Uairen.

La capital de la Gran Sabana es una isla mestiza -en ella conviven venezolanos no indígenas e indígenas y extranjeros- en medio de la inmensa tierra de los pemón, algo inédito de acuerdo con los entendidos en materia indigenista.

Desde su fundación, hace más de ochenta años, el pueblo alberga a caraqueños, guayaneses, maracayeros, larenses, zulianos, orientales y valencianos, al igual que a alemanes, norteamericanos y franceses; en una época, a muchos sureños –argentinos, uruguayos, chilenos-; desde siempre, a buscadores de oro y diamantes venidos de Brasil, Colombia, Guyana o de cualquier parte del mundo; también pasaron y se quedaron dominicanos, peruanos, ecuatorianos. Y, hasta el año 2000, sólo dos asiáticos.

Lú es taiwanés. Los viernes vendía comida vegetariana y piezas de porcelana en el mercado indígena. Llegaba temprano, se hacía un espacio. Y pronto se marchaba sin mercancía. En un abrir y cerrar de sus pequeños ojos, Lú se dio a conocer entre los locales, los brasileros de Boa Vista y Manaus y cambió su puesto en el mercado vernáculo por su consultorio de acupuntura.

En la planta baja de la Posada Michelle, a un costado de la calle de los turistas, Thomy fue el primero en ofrecer lumpias y chop suey a los de acá.

Año 2005
Mas fue a partir del 2005 –al tiempo que se apuraban las invasiones y se profundizaba la zanja entre el bolívar y el real brasilero- cuando se disparó la llegada de los comerciantes de origen asiático a la Sabana.

Hasta ese momento, las quincallas -meros tarantines llenos de objetos utilitarios de plástico- eran de los peruanos y ecuatorianos y los abastos de algunas familias criollas, no indígenas venezolanos.

El pionero fue el Hong Kong China, en la calle Roscio del casco central; le siguió el Asia China en la calle Ikabarú, pero en meses este desapareció o, mejor dicho, cruzó la calle, se multiplicó por tres y se renombró como China América. Luego abrió una sucursal del Hong Kong en la calle Bolívar.

Año 2010
En el año que culmina, inauguraron cuatro instalaciones más: el Gran Soberano y el Súper Fresco, también en la Ikabarú, la vía que conecta con la carretera que conduce a la frontera con Brasil; recientemente, abrió el Supermercado Santa Elena en la urbanización Brisas del Uairen y, poco después, el Megacenter 2009 en la entrada al pueblo por la Troncal 10.

Alrededor de la Plaza Bolívar, donde antes funcionaban un restaurante de comida brasilera por kilo y la panadería de una venezolana, ahora hay dos ventas de platos chinos: el Ying Ping y el Yong Hua. Dragones, flores, mucho rojo y dorado, adornos decorados con crisantemos, comida lista y para llevar, nada que no se viera antes en cualquier otra parte de Venezuela, pero jamás aquí.

La plaza -con su Bolívar de pie sobre el pedestal de jaspe- es el centro de reunión y punto de partida de los indígenas que vienen a Santa Elena desde las comunidades. Cuando se puede, algunas familias pemón cambian el tumá, el casabe grueso y el kachirí por arroz chino, pollo frito y refresco.http://lascronicasdelafrontera.blogspot.com/2010/11/tuma-sero-antes-y-ahora.html

También el doctor Lú abrió una tienda de ropa, calzado y bisutería al lado de uno de los nuevos restaurantes. Se llama Plaza Mayor.

El contacto entre “los chinos”, como sin distingo de origen se les conoce, y los no chinos es muy limitado. Poco es lo que trasciende a ese instante en el que cliente y proveedor intercambian una mirada, una cifra, un pago, algo de vuelto.

De ellos se sabe lo que se ve a simple viste: Trabajan mucho, como si no conocieran el cansancio. Casi todos son muy jóvenes. Sus rostros se repiten de uno a otro establecimiento. Con ayuda de algunos pocos venezolanos, descargan camiones y llenan depósitos y anaqueles. Algunos apenas pueden dar la cuenta en español y otros lo hacen sin una nota de acento. Las chicas moran en las cajas registradoras y, con frecuencia, lucen como salidas de un capítulo de Dragon Ball. A veces, también los chicos se ven así, eso sí, al volante de automóviles de último modelo.

Lo que se dice rellena los espacios en blanco: Que la mayoría de ellos vive en un galpón sobre el Hong Kong China de la calle Roscio. Que los viernes compran todo el cebollín que llega al pueblo. Que uno de ellos viene de una temporada en El Tigre, estado Anzoátegui y que está casado con una barquisimetana, pues creció en la ciudad de los crepúsculos. Que muchos son aún menores de edad y que pertenecen a una misma familia. Que el patriarca de la colonia va al banco con una bolsa negra cargada de efectivo.

En septiembre pasado, superada la contienda electoral, la Guardia Nacional (GN) detuvo a docenas de ellos. Sólo el Meganter 2009 permaneció abierto. Entonces, trascendió que sus cédulas eran ilegales. Los trasladaron a Ciudad Guayana, uno de los principales centros urbanos del estado Bolívar. A los pocos días, “los chinos”, regresaron a la Sabana, levantaron sus portones y siguieron en lo suyo; por supuesto, sin soltar una palabra acerca de lo ocurrido.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Su vida era salvar vidas


Esta foto fue tomada del perfil En memoria de Luis Scott que agrupa en FB a algunos de sus seguidores.

De pequeño, a Luis Scott seguramente le gustaban los carritos y las motos, pero nada como las ranas, arañas y especialmente las serpientes, tan atacadas tan en peligro.  Así, en esa extraña manía de encariñarse con cuanto bicho le pasara al frente, se dejó ver la que sería la razón de su vida y de su muerte.

Nació en Caracas y creció devorándose la ciudad al lomo de una moto; vagó por Europa;  se refugió en la India y un buen día, ya de vuelta, una voz irrumpió en su sueño profundo, para ordenarle “ve al sur, ve al sur” y él obedeció.

Días después, subía, en su  volkswagen  escarabajo, la –aún de tierra- escalera, que era la carretera sobre la Sierra de Lema; atravesaba la Gran Sabana; navegaba a bordo de sendas chalanas los anchos Yuruaní y Kukenan; hacía las compras de última hora en Santa Elena y, finalmente, alcanzaba Pui. Corría 1978 y la compañera de Luis estaba a punto de dar a luz.

Pui es el punto medio sobre la vía que lleva desde la capital municipal a El Paují, un campamento minero que vivía sus mejores días, punto de encuentro entre selvas y sabanas. Aún está ahí la alcabala y el salto de la anaconda.

La pareja se hizo una casa de dos niveles en palos y palmas; él la parteó; lavó pañales; sembró; hizo yoga; se ganaba la vida con las artesanías y la construcción; se mudó a El Paují; volvió a Caracas por trabajo; regresó; se hizo apicultor; fundó el grupo de rescate y la asociación de apicultores; se casó con una odontóloga que vino a la zona a hacer sus pasantías; mutó en pequeño empresario turístico y, muy importante, montó su primer serpentario.

A finales del siglo que pasó, el turismo en El Paují cayó en picada y Luis se mudó a Santa Elena de Uairen. Fue presidente de la Cámara de Turismo; comerciante, maestro de varias obras, vocero de su consejo comunal, carpintero, rescatista, paramédico. De noche, solía relajarse haciendo artesanía mientras escuchaba a Enya.

Como no pudo llevarse el serpentario a cuestas, terminó hospedando a sus culebras en una habitación de su casa y a veces también monos en el patio, hurones en la sala, abejas en el patio y loros en el lavadero.

Los protegía del maltrato, del tráfico, del cautiverio, de la muerte. Con excepción de las serpientes, a todos los demás los liberaba pronto.

Ya en los dos mil, tuvo un segundo hijo y en la roja y pedregosa Colinas de Piedra Canaima parió el Centro de Exhibición de Serpientes Okoi, un logro en el que se materializó el esfuerzo propio, el de los amigos, de las instituciones.

En pemón, okoi significa culebra. Él diseñó la obra; la construyó; hizo el mobiliario y la pobló con jaulas de cristal habitadas por serpientes camufladas en lechos de aserrín.

A ellas les brindaba abrigo a cambio de unas gotas de veneno.  Finalmente, había logrado encaminarse en la misión de su vida: salvar vidas, las de las serpientes y las de sus víctimas. Enviaba las ponzoñas a los centros universitarios especializados en la producción de sueros antiofídicos.

Además, se las mostraba a todo el que quisiera conocerlas; daba cursos de manejo de ofidios a los guardias nacionales, a los efectivos del Ejército, a los policías y a cuanto vecino se interesara en las diferencias entre una culebra venenosa y una inofensiva y en cómo manejarse con ambas.

El domingo antepasado, debió levantarse como de costumbre, de buen ánimo y sin café porque no lo tomaba. Era vegetariano. Meditaba. Seguramente, desayunó ligero y se dio prisa para llegar puntual a la cita con el equipo con el que grabaría para el Discovery Channel.

Terminada la jornada, a Luis se le ocurrió mostrarle a la visita su cascabel consentida, una de dos metros, su mayor donadora de veneno.

En segundos, a ella se le ocurrió probar la pantorrilla izquierda de su cuidador, abrió sus fauces y llegó hasta allá a donde no alcanzaba la bota de cuero.

Era su décima mordida mortal y está vez, como en todas las anteriores, Luis dio por descontado que echaría el cuento.

Dicen que cualquiera hubiera muerto en una hora, pero él -a sus 63- tuvo el valor de aplicarse electricidad y manejar hasta donde su hermano Douglas, su paramédico de confianza, el mismo que lo había salvado siempre.

Le exigió que lo tratara en casa. Luis detestaba los hospitales. A media noche, no le quedó otra opción, se dejó llevar al Rosario Vera Zurita de Santa Elena y, finalmente, ser trasladado a  Boa Vista, a 250 kilómetros de distancia. Lo de otros casos: en Santa Elena apenas hay recursos para atender una gripe.

Pasó su vida rodeado de serpientes y, durante más de 12 horas, vivió lo único que le faltaba: la agonía de la víctima de una mordedura de cascabel.

El martes, a las 10:00 AM. y sin retrasos, el pueblo lo despidió. El coro de niñas católicas y sus guitarras; el joven pastor evangélico; el poeta pemón inspirado por los mapuches; la facilitadora del curso de prosperidad; cada quien le dijo adiós a su modo. Pero eso sí, nada de misas.

Esa mañana, la vidente del pueblo consultó el calendario maya y se fue a la Casa Comunal de Akurimá, en donde lo velaban, con un mensaje para la familia, los amigos, los conocidos:”murió bajo el sello identificado con el dragón cósmico que representa el cierre de un ciclo y eso significa que su partida ya estaba marcada y que no había poder material que pudiera cambiar eso”.

Agregó algo más: “casualmente, el animal al que dedicó la vida (la serpiente) es el que lo saca de este plano”.

Cuando, tras las expresiones de afecto, sus familiares se decidieron a sepultarlo una abuela pemón se les acercó para darles las condolencias en nombre de su gente y pedirles que le permitieran despedirlo con el himno de la Gran Sabana y todos se ahogaron en llanto.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Tumá serö, antes y ahora



Las abuelas pemón aún elaboran las ollas de barro (Fotografía de Morelia Morillo).
A media mañana o a media tarde, la mujer pemón prepara el fogón y, al domar el fuego, monta su olla hecha de arcilla.

En la sociedad pemón tradicional, una buena mujer recibe a su marido con el agua ya hirviendo y un buen hombre llega a casa cargado con algo de presa.

Los pemón, los pobladores ancestrales de la Gran Sabana, llaman presa al resultado de la cacería o de la pesca, al báquiro, al danto, a la lapa, al pescado y, hoy en día,  también al pollo y la res.

Mientras el hombre se da un baño en el río o bien en la ducha o a un costado del tambor, la mujer se ocupará de limpiar la carne y de arrojarla al agua burbujeante, hoy posiblemente en un caldero de aluminio.

Un rato más tarde, aderezará el hervido con sal, ají y tal vez con aürosa, suerte de espinada silvestre que brota de entre los restos del conuco.

Entonces, ella convidará a la mesa: “Tumá serö”, dirá, algo así como vengan a compartir el tumá o la comida está servida.

El tumá es la comida típica de los pemón, un consomé en torno al cual se reúnen la familia y la comunidad, conversan, se ríen, comparten, mientras cada quien moja el casabe grueso y sólo al final, extrae un pedazo de presa.

  • Cada mes de agosto, la comunidad de Kumarakapay celebra la Feria Ecoturística del Tumá.
  • Su objetivo es compartir con propios y extraños el sabor y significado del plato tradicional de los pobladores originarios de la Sabana.
  • Kumakapay está ubicada sobre la Troncal 10, a 40 minutos de Santa Elena de Uairen.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Muerto en vida

A falta de clasificados, buenas son las paredes (Fotografía de Morelia Morillo).


Sin proponérselo, el encantador de animales, dos taxistas y el conductor de un camión de gas experimentaron la resurrección.

Por separado, cada uno tuvo su instante estelar.

En algún momento, se dijo que uno de ellos había muerto y, como no era cierto, uno a uno estos hombres volvieron a la vida, a las calles de Santa Elena de Uairen, en el sureste extremo de Venezuela,  ante la mirada incrédula de algunos y aterrorizada de aquellos que creyeron ver un fantasma.

En la capital del municipio Gran Sabana se cumple al pie de la letra aquello de “pueblo pequeño infierno grande” y las más reconocidas teorías sobre el rumor. La llaman “Santa Lengua de Uairen”.

Acá apenas llegan unas pocas docenas de periódicos, tarde y sin certeza, y las dos emisoras locales llenan sus espacios con productores independientes.

Estos productores de radio pagan su hora y, con el patrocinio de algunos comerciantes, hacen lo que pueden por informar acerca de lo que recogen en su cotidianidad, sin más pauta que el ir calle arriba y calle abajo.

Además, la señal de TV sólo es captada –pago mediante- a través del cable o satélite y la Internet, aunque tiende a mejorar, aún es un derecho que reservado a un puñado de centros de conexión y a algunos pocos afortunados.

Pero no sólo los secreteos inspirados en los affaire sobre decomisos pesados, extramatrimoniales o de cualquier otro tipo se riegan como la espiga. Es lo fúnebre lo que enciende los cuchicheos. En este pueblo pequeño, el rumor mata, al día siguiente entierra y luego resucita a sus víctimas.

Del encantador de bestias -no sólo de perros, también de monos, serpientes, hurones y loros- se dijo que había perecido en la vía que conecta a Puerto la Cruz con Cumaná, en el oriente del país y su hijo estuvo a punto de caer tendido, en el patio del Liceo “Nicolás Meza”, al conocer la noticia.

Del segundo taxistas se comentó que se había estrellado contra la defensa del puente del río Kukekán, cuando en realidad el infortunio lo sufrió uno de sus primos al volante de un vehículo similar. Un ex compañero de escuela saltó al toparse con un desconocido a través de la ventanilla de la urna.

Del conductor del camión de gas se rumoró que había volcado a la altura de Tumeremo, otro de los pueblos del sur, con el carro cargado.

Ocurrió la semana pasada. Buena parte del pueblo lloró por el hombre, por los cilindros, por su contenido. “Imagínate, yo tenía dos bombonas en ese camión y con lo caras y difíciles de conseguir que se han puesto”, escuché. Horas más tarde, chofer celebraba la vida en la licorería de La Planta, vía Brasil.

Del primer taxista se dijo que había sufrido un accidente en la carretera de El Paují, a 80 kilómetros de Santa Elena. Cuando llegó a su casa se encontró con varios amigos. Todos lo recibieron bañados en lágrimas.

Eso fue hace un par de años. Cada vez que se lo consigue en la calle, el responsable de aquel rumor –plenamente identificado-  le grita “Epa, muerto en vida” y al resucitado no lo queda más que reírse.

martes, 26 de octubre de 2010

Kueka: 30 toneladas regresan desde Alemania a la Sabana

Kueka llegó a Berlín en febrero de 1999 (Fografía tomada de http://www.globalstone.de)

En noviembre, o bien después, Kueka, una roca de jaspe de 30 toneladas y 12 metros cúbicos, llegará desde Alemania su sitio en la comunidad pemón de Mapaurí, bautizada como Santa Cruz de Mapaurí, en la Gran Sabana, en el extremo sureste de Venezuela.

El mito
Los abuelos pemón cuentan que Kueka se enamoró de una muchacha y ella le correspondió. Apasionados, los dos jóvenes desconocieron las normas de Makunaima quien había prohibido la unión entre pemón de ramas distintas. El era taurepán y ella era makushi.

Ante la falta, Makunaima, figura fundacional de su pueblo, se enfureció y petrificó a la pareja. El uno próximo al otro. Así explican los indígenas el origen de la piedra abuela, la Kueka, la predecesora de todos los pemón.

A veces olvidada. En ocasiones recordada. Siempre sagrada. Kueka, la roca, permaneció cerca de Mapaurí, a 50 kilómetros de Santa Elena, la capital de la Gran Sabana, en el sector oriental del Parque Nacional “Canaima”.

El detonante
A mediados de 1998, el artista Wolfgang von Schwarzenfeld, llegó a nuestras costas al mando de su “Pegasus”, un velero de tres mástiles.

Se internó tierra adentro y seleccionó a Kueka –por su composición mineral, forma, y origen- como símbolo de América y del amor.

Su propósito era hacer un monumento a la paz en Berlín, exhibiendo en el Parque Tiergarten, en las cercanías de la Puerta de Brandenburgo, del Parlamento y del Monumento Conmemorativo al Holocausto, cinco rocas de 30 toneladas, cada una como emblema de un continente y de un paso hacia la paz.

Tras un acuerdo entre el Instituto Nacional de Parques (Inparques) y la Embajada de Alemania, la Kueka fue donada a la exposición Global Stone.

No pocos, indígenas y no indígenas, habrían participado de su aparatosa y sentida partida. Los obstáculos se habrían presentado en una de las alcabalas de la Troncal 10, la vía que conecta a la Gran Sabana con el resto del país, sobre el kilómetro 88. Sin embargo, Kueka zarpó a través del Orinoco rumbo a Berlín.

La polémica
Ya en 1999, las molestias por la pérdida de la piedra abuela trascendieron los límites de la tierra pemón y de las organizaciones no gubernamentales ambientalistas e indigenistas.

Ese año, Venezuela estrenó Gobierno y votó por una Constitución que consagró, en favor de los pueblos indígenas, derechos sobre sus territorios.

Las quejas despertaron el interés de los líderes del Instituto de Patrimonio Cultural (IPC), de los ministerios de Cultura, Relaciones Exteriores y Ambiente y fueron elevadas hasta llegar a lo más alto del gobierno alemán.

Los de Berlín, al saber de los reclamos por la partida de la piedra sagrada, se mostraron dispuestos a devolverla. Accedieron a hacerlo, siempre y cuando Venezuela costeara el regreso valorado para el año 2000 en 60 mil dólares.

En espera del desenlace
Una década más tarde, Ignacio Loyola, “Papalín, uno de los líderes de Mapaurí, asegurá que la Kueka regresarán en noviembre y que en la comunidad ya están preparando la ceremonia de recibimiento.

“Sea hoy, mañana o en un mes, no tenemos ninguna  duda de que ese elemento regresará al país, por  todo lo que hemos avanzado”, afirmó Héctor Torres, presidente del IPC, a través del Correo del Orinoco.

“Es un acto de justicia y una expresión de resistencia de los pueblos y establece una diferencia muy clara entre lo que era la ética de la Cuarta República y lo que es la ética del Gobierno Bolivariano, que se comporta completamente distinto frente a los derechos de los pueblos”, dijo.

jueves, 14 de octubre de 2010

Aquí se habla “portuñol”

El portuñol no es nada perfecto, pero sirve para que los habitantes de esta frontera se comuniquen sin problemas (Fotografía: Morelia Morillo).
Lo que sigue es verídico.

La madre corredora recorre su ruta diaria entre la urbanización Brisas del Uairen y la comunidad indígena de Santa Rosa de Kamaiwá, sobre la vía que comunica a Santa Elena de Uairen con Villa Pacaraima, a Venezuela con Brasil.

Entonces, a la altura del  sector El morichalito, en la comunidad de San Valentín, la deportista amateur saluda a un grupo de estudiantes -uniformados de franela y pantalón azul- que espera por su autobús.

¡Buenos días!, saluda ella; Bom dia le responde una de las estudiantes;  Good morning, le dice otra. Las muchachas no presumen de nada. Cada una de ellas se expresa en su idioma, la una en portugués, la otra en inglés.

En esta frontera  se habla “portuñol”, una mezcla en medidas imprecisas de portugués y español, frecuentemente salpicada de inglés.

En los comercios, en las instituciones, en la radio local y en las calles, a uno y otro lado de la línea de hitos, brasileros y venezolanos aderezan la lengua materna con las palabras y el  acento del vecino y, misión cumplida, se comunican sin mayores dificultades.

Pero ahí no  queda la receta. Esta es la tierra del pueblo pemón que se extienden, sin detenerse en las formalidades políticos territoriales, sobre el oeste de Guyana y el noreste del Brasil.

Alrededor de la mitad, de los casi 50 mil habitante del municipio Gran Sabana, son indígenas pemón, la mayoría de ellos hablantes de su lengua ancestral.

Morichalito, el pequeño asentamiento indígena por cuyo costado pasa a zancadas la mamá corredora, fue fundado por un grupo de familias indígenas pemón provenientes de Guyana, hablantes del pemón y del inglés.

El asentamiento está conformado por una docena de casas de madera, tipo palafitos, construidas sobre troncos. Entre las viviendas destaca una obra más grande con bases de madera, techo de zinc y paredes de bloque. Es el templo adventista que han ido edificando poco a poco.

A comienzos de año escolar 2009-2010, en su primera reunión con los padres y representantes, la maestra de primer grado de la Escuela Integral Bolivariana “El Salto”, Velitze Aponte, consideraba que era urgente reforzar la educación intercultural bilingüe (español-pemón), pues muchos de sus estudiantes de ese momento eran indígenas.

Irónicamente, terminó su intervención con una anécdota: “Pasé varios días tratando de comunicarme con A, quien no se comunicaba ni conmigo ni con sus compañeros. Yo creía que hablaba pemón. Pero no, él habla inglés porque es guyanés”.  

miércoles, 6 de octubre de 2010

Benedicta Asís es piasán

Benedicta, lista para ir al conuco (Fotografía de Morelia Morillo).

Ahí donde la ven -de franela o blusa, blue jean o falda larga, moñito o media cola y sandalias de cuña- Benedicta Asís es piasán.

Piache, chamán o chamana la llaman los foráneos. Pero los pemón, los pobladores ancestrales de la Gran Sabana, la llaman piasán.

Para los pemón un piasan es un sabio, un sanador, una persona capaz de lidiar con los seres que causan las enfermedades.

Benedicta Asís nació en Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana, a 15 minutos de la frontera Venezuela-Brasil, pero insiste en que su lugar es Wará: “Ese es mi sitio, donde botaron mi ombligo y donde sigo viviendo”, repite cada vez que le preguntan de dónde es.

Para el que llega por la Troncal 10, Wará se encuentra justo antes de entrar a la capital municipal, apenas separada del pueblo de los criollos por una montaña de arenas grises. “Pasando el Terminal”, referiría cualquier local.

Corría 1949, cuando nació la niña y el piasán Cipriano Asís y su mujer la nombraron de acuerdo con las recomendaciones de los misioneros católicos que empezaban a evangelizar, a educar, a vestir gentes, a bautizar.

A los cinco años, Benedicta perdió a su mamá. Pasaba unos días en casa de un tío y después se iba a donde una tía. De casa en casa, aprendía lo que se podía. Eso sí, siempre cerca del padre, de sus ritos, cantos, oraciones.

“Uno (el piasán) se transforma a través el tabaco y el espíritu de uno sale y va corriendo por los cerros hasta donde están los mawari y ahí recoge el espíritu de la persona enferma”, así cuenta Benedicta.

Ella fue capitana y ahora es miembro del Consejo de Ancianos de su comunidad; finalmente, logró estudiar a través de las misiones; en un carnaval, se coronó virreina de la tercera edad; pertenece a la Orden Franciscana Tercera y participa de los grupos de mujeres abocadas al trabajo comunitario.

Hace un año, tal vez un poco más, abría las sesiones de un evento organizado por la Fundación Mujeres del Agua con un ritual cargado de energía. La periodista que cubría el encuentro quiso documentar su intervención en video, si embargo, el archivo se contaminó y no pudo ser reproducido. El resto de los videos y fotografías permanecieron intactos ¿Azar?

Al cierre de la jornada de discusiones, Benedicta atendió a una de las asistentes. La mujer acudió a ella desesperada, después de cuatro días con dolor de cabeza. Benedicta oro, teniendo entre sus manos un vaso de agua; se lo dio a tomar a la paciente; hizo lo propio con un frasco de alcohol; se lo hizo untar en las sienes y, de inmediato, la mujer le agradeció el alivio.

Kavanarú Pachí, así se llama su grupo baile y canto tradicional. Ella es una de los voces inmortalizadas en el disco Cantos de mis abuelos, patrocinado por Edelca. Recientemente recibió del Ministerio del Poder Popular para la Cultura la distinción que la acredita como Portadora del Patrimonio Cultural Inmaterial de Venezuela. No es demasiado, a la piasán aún le quedan fuerzas para levantarse bien de mañana e ir al conuco.
                                   

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Fuego cruzado: campaña de lado y lado

En plena Perimetral, la vía que lleva a la frontera, estos avisos invitan a consumir pasapalos y candidatos brasileros (Fotografía Morelia Morillo).
Los pobladores de esta frontera, la del sureste extremo de Venezuela, somos blanco de dos campañas electorales al mismo tiempo. Desde hace semanas, nos disparan tanto desde el flanco venezolano como del brasilero.

Los venezolanos elegiremos a nuestros parlamentarios el 26 de septiembre y los brasileros asistirán a sus centros de votación para escoger presidente (¿o presidenta?), senadores, diputados y gobernadores el día 3 de octubre.

Los aspirantes venezolanos hicieron lo de rutina: vinieron, se apoderaron de las radios comerciales, visitaron los barrios más poblados, arengaron a sus seguidores, se comprometieron, abrazaron, cargaron bebés, dejaron algunos afiches, calcomanías y se fueron a los pueblos más poblados del circuito.

La Gran Sabana apenas concentra 6% de los votos correspondientes a la inmensa Circunscripción Electoral 3 del Estado Bolívar. Con alrededor de 37% de los electores, Piar, Angostura y Sifontes son, sin duda, más apetecibles.

Los brasileros, por su parte, no se conformaron con tapizar Villa Pacaraima (VB8, La Línea). Repartieron calcomanías entre los cientos de taxistas venezolanos y rotularon tantos carros venezolanos como el dinero o sus relaciones de amistad se lo permitieron.

En Santa Elena hay quienes celebran el haber recibido 200 reales por llevar en sus parabrisas traseros la cara y número de algún candidato brasilero. Otros juran que marcaron sus carros por pura y simple amistad con el aspirante.

En Brasil, el voto es un derecho y un deber y quienes renuncian a ejercerlo son multados. Para los candidatos y sus seguidores vale la pena pasar la frontera y conquistar a los paisanos que viven en Santa Elena. Aunque lleven años fuera su país, ellos votarán.


De un lado a otro de la línea fronteriza, transitan carros de placas venezolanas con propaganda brasilera, carros brasileros con propaganda brasilera, algunos carros venezolanos con propaganda venezolana y pocos carros brasileros con propaganda roja o unitaria.

A muchos, los rostros de Romero Jucá, María Helena, Anchieta, Quartiero, Marluce Pinto, Naldo y Bebé nos resultan más familiares que los de Ornella Arbelaez y Américo de Grazia, los candidatos del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y de la Mesa de la Unidad (MUD).

Tereza (1510) mantiene un programa bilingüe al aire en una de las emisoras de radio venezolanas.

En estas ciudades gemelas, como las llaman algunos, siempre hay un plan B: para unos es Brasil, para otros es Venezuela. Por momentos, la campaña nos hace pensar que podemos votar de un lado o del otro.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El fruto prohibido se compra en Brasil

El ocumo,el ñame y la yuca se compran aquí;la zanahoria allá (Fotografía de Eduardo Vera)

Los diarios nacionales anunciaron –casi celebraron- a mediados de la semana pasada el retorno de las manzanas y las peras.

Durante días, ambas se extraviaron en los laberintos cambiarios y, desaparecidas, se tornaron más provocativas, costosas, pecaminosas.

En Santa Elena de Uairén, la capital de la Gran Sabana, comerse una manzana grande, verde o roja, o bien una pera es todo un pecado.

Corran tiempos de escasez o de abundancia, tal desliz se paga en al menos 10 bolívares por una unidad grande o en al menos el mismo monto por tres manzanitas de las pequeñas.
 
Por eso, cuando alguien de esta frontera se siente tentado a probar del fruto prohibido antes debe rodar 12 kilómetros, cruzar el límite con Brasil y pagarlo en reales o su equivalente en bolívares.

En las calles -disimuladamente, eso sí- el real se consigue en Bs.4.200 y en ese monto reciben la moneda brasilera los comerciantes vernáculos o bien la moneda venezolana los negociantes japais.

En general, así compramos quienes vivimos en esta frontera: lo que se puede aquí y un poquito allá. Antes, cuando nuestra moneda era realmente fuerte, todo o casi todo lo comprábamos allá.  

Ahora, son nuestros vecinos quienes compran todo o casi todo acá. Y el poder de sus reales dispara los precios de todo cuanto tocan hasta el infinito.

Pasado mañana será viernes y las calles de la tranquila Santa Elena colapsarán, se inundarán de vehículos de placas grises y en las aceras será más efectivo decir “com licença” que pedir “un permisito, por favor”.

Mas por las lechugas, el jamón, los pepinos, las zanahorias y las chayotas o chucho –me gusta esta palabra- seguimos viajando al país de al lado, pues allá siguen siendo más económicos ¡Ah! Y, por supuesto, las manzanas, pequeñas y dulcitas.

¿La razón? Muy simple: allá cultivan, cosechan y venden estos productos y, como son orgánicos e incluso cuentan con sello verde, comerlos apenas si es un acto de extrema cordura, jamás un pecado.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

“Taxiar”: el resuelve legal

De cada 10 carros, ocho, o bien los diez, llevan sobre el parabrisas el quita y pon fosforescente que los identifica como TAXI (Fotografía de Tewarhi Scott).

M. es contadora, T. es artista plástico, M. es profesora jubilada, J. también es educador jubilado, M. es técnico en electrónica, A. es sólo uno de los cientos de hombres expulsados de las minas de oro y diamante por el Plan Caura.

Sin proponérselo, todos coinciden en su sitio de trabajo: el asfalto, el ruedo, “a rua”, la calle.

Todos, unos de buena gana y otros a regañadientes, han tenido que destinar su único capital –su tiempo y su vehículo- a “taxiar”, un verbo que por acá se conjuga en todas las personas y tiempos. Alguien debe llevar el pan a la casa y la mayoría lo logra “taxiando”.

Seguramente, más de uno de ellos había jurado por su madre que jamás “taxiaría”, pero ya se sabe que la lengua es castigo del cuerpo y que la necesidad tiene cara de perro.

Si en el resto del país no hay empleo, en Santa Elena, en lo más profundo del sureste venezolano, la posibilidad de dar con uno no existe.

Las minas fueron cerradas por el Plan Caura, si bien muchos siguen trabajando de noche. “Después que pasa el pájaro”, explica una vecina, refiriéndose al helicóptero que “vuela bajitico para ver si las aguas de los ríos están turbias (…) Al día siguiente, les mandan una comisión para que los saque, aunque algunos pagan para que los dejen seguir”.

El puerto libre es controlado por los comerciantes de origen chino y libanés que llegan con dinero para invertir y familia para emplear.

Y el turismo sube o baja de acuerdo al acontecer nacional.

¿Y entonces de qué vive este pueblo?

Unos del “talibaneo”, es decir del contrabando de combustible que entre los brasileros se “quema” a cualquier precio, y otros del “taxeo”.
De cada 10 carros, ocho, o bien los diez, llevan sobre el parabrisas el quita y pon fosforescente que los identifica como TAXI. Algunos como el carro de T. llevan tres pues la competencia es feroz.

En Santa Elena no hay transporte colectivo. Se han dado un par de intentos. Uno impulsado por la Alcaldía y otro por la Gobernación de Bolívar. Pero ambos han fracasado. El primero porque aparentemente los autobuses se compraron ilegalmente. Del segundo, algunas busetas terminaron siendo chatarra y otras migraron a municipios más poblados pues el flujo de pasajeros de la Gran Sabana supuestamente no dio para pagar los créditos.

Pareciera que inconciente o concientemente, los de acá se boicotean esa posibilidad, que sin duda afectaría a sus muy precarias economías familiares.

El banderazo -la arrancada, el traslado por distancia mínima- está fijado en Bs. 7 por la Alcaldía, así como el resto de los precios dependiendo del destino, pero lo cierto es que el precio de una carrera suele ser el resultado de una puja entre la necesidad del pasajero y la del conductor.

Un taxista novato hace al menos Bs.100 diarios. El promedio se mantiene sobre los Bs.200. Los veteranos remontan los Bs.300. “Los amigos míos, los colombianos, hacen 500 pero esos bichos no paran”, asegura H. que está punto de graduarse de administrador, pero ejerce como taxista.

“Qué más da. Al menos aquí no hay inseguridad y uno puede salir a taxiar tranquilo”, diría cualquiera de los identificados por sus iniciales. Sólo les daré un nombre: Manuel de Jesús Vallés. Fue taxista y ahora es alcalde.

viernes, 27 de agosto de 2010

La suerte incierta de los mestizos

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Una escultura inconclusa de nuestra patrona vela por nosotros (Fotografía de Tewarhi Scott).

Ch y R llevan cinco años juntos. Ella es indígena pemón y él mestizo. R es hijo de una mujer pemón con un hombre no indígena o criollo.

Ch y R vivieron en una habitación con entrada independiente y luego pasaron una temporada en donde la mamá de él. Ahora,  arriendan una casa en Kewei.

Ninguno de sus primos o hermanos pemón, casados con pemón, saben lo que es mudarse lejos del hogar materno y mucho menos alquilar o comprar casa.

Al casarse, los jóvenes pemón apenas si migran de una a otra comunidad. Tal vez, prueban suerte en otra. Tal vez, apuestan a la mina. Pero regresan al sitio familiar, al conuco, a sus costumbres, al amparo de sus ancianos, a lo conocido, a lo seguro y  ahí pasan el resto de la vida, sin mayores alteraciones.

Es un asunto de pureza. R no es puro.

Kewei es el barrio más grande de Santa Elena de Uairén, la capital municipal y la única población con mayoría criolla en el inmenso municipio Gran Sabana.

A Kewei se le conocía como La invasión, dado su origen fechado a mediados de los noventa. Pero a alguien se le ocurrió que era prudente rebautizarlo con el vocablo indígena Kewei, tal y como el río que bordea la zona y así se quedó.

Es un barrio como muchos otros de Venezuela: por radio, sus vecinos imploran agua potable; en invierno, reclaman que las casas se anegan por falta de drenajes y, en verano, que los ahoga la polvareda; denuncian que la vialidad están acabando con sus carros y que no hallan qué hacer con la basura.

En Kewei viven criollos, brasileros, guyaneses e indígenas como Ch. Ella es de lejos y arriesgó su derecho a vivir en una de las comunidades cercanas a Santa Elena el día en que se unió -“se metió a vivir”, dirían acá- con un mestizo.

En la Gran Sabana, son mestizos los hijos de indígena con un criollo o criolla. El término no es despectivo. Cuando el objetivo es deshonrar a los mestizos, entonces se les llama  “media sangre”.

Probablemente para resguardar sus tierras ancestrales, el Consejo de Ancianos de Wará, una comunidad indígena ubicada a menos de un kilómetro de Santa Elena, ordenó (a comienzos de 2009) la ocupación de la cara este del cerro Akurimá y allá mandaron a vivir a los casados con mestizos o criollos.

Para ellos fue un golpe de suerte, pues en Santa Elena ya escasean los terrenos donde construir. Casi todo es tierra indígena o parque nacional.

Andrés Gómez -así se llama la barriada mestiza- creció sobre un médano de arenas grises. Sólo las calles fueron rellenadas con granzón rojo. Las bases de las viviendas debieron abrirse paso y afianzarse en el arenal.

Sobre la arena –y de espaldas a la escultura inconclusa de la patrona del pueblo- todos los vecinos construyen de prisa, como si temieran perder el terreno ganado. Ellos saben que la suerte no siempre está de su lado.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Elena, pero no santa

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Este texto se publicó originalmente en el número 4 de la revista Marcapasos (septiembre 2007) y se reeditó en la antología Se habla venezolano (Editorial Punto Cero, marzo 2010). Hoy volvemos a compartirla por ser el día de santo y cumpleaños de la señora Elena.  Fotografía de Morelia Morillo.

La de (Luisa) Elena Fernández Peña no es una historia común. Siendo su primogénita, inspiró a su padre, el controvertido Lucas Fernández Peña, el fundador de Santa Elena de Uairén, a nombrar el último pueblo al sureste del territorio venezolano, al menos a 18 horas de Caracas y a 15 minutos de Brasil. Su semblanza es a su vez la de una localidad que, de desde mediados de los noventa, viene dejando de ser un lugar sagrado, el destino perfecto para quienes atraviesan la paradisíaca Gran Sabana sobre la Troncal 10, para transformarse en una singular Babel.


. Es viernes de mercado y Santa Elena de Uairén está a reventar. La venta es en la calle Roscio. Desde las cinco de la tarde del jueves hasta bien pasado el mediodía del viernes, el circuito en torno al cual creció este pueblo minero –decretado después puerto libre, con pretensiones de refugio para turistas aventureros – es intransitable.
Por decreto presidencial vigente las minas son cada vez menos; el puerto libre es aún un concepto abstracto: muy pocas compañías tienen sus licencias al día y la suerte de quienes se dedican al turismo se mece en un subibaja que se mueve según las noticias que acerca del país se publican en el extranjero o los recursos de los viajeros nacionales.
Hoy, como ningún otro día de la semana, las aceras y las calzadas de la capital de la Gran Sabana son un colage de razas, de nacionalidades, de culturas: En la Roscio, los indígenas pemón venden los productos del conuco, pero cada vez el mercado es menos de indígenas y más de buhoneros, mercaderes de todo tipo de mercancía venidos de cualquier parte del país y de artesanos del mundo. En las otras calles, los brasileros –favorecidos por el cambio, sobre los 1.700 bolívares por real– compran por docenas las sillas plásticas y se disputan con los locales los productos de la cesta básica; los turistas extranjeros apenas se percatan del hervidero, tan poco parecido a la sabana de las postales, al paraíso protegido por el sector oriental del Parque Nacional Canaima o al hippy Paují.
En Santa Elena abundan los carros. No hay transporte colectivo, así que la mayoría se gana el pan “taxiando” y hay casi tantos taxis como personas con bocas que alimentar. (Manuel de Jesús Vallés, el alcalde actual, fue taxista). La otra gran fuente de ingresos es la venta doméstica de gasolina. A los revendedores del combustible, a punta de chupadas y escupitajos, se les conoce como “talibanes”. Al norte o al sur de los hitos, las ofertas de los contrabandistas brasileros rondan los mil bolívares por litro.
Esta es la Santa Elena de la última década, un caos que crece hacia el fin de semana.
Hoy, viernes de mercado, (Luisa) Elena Fernández Peña y su hermano José Jesús salen de uno de los más concurridos de la docena de supermercados del pueblo y van a otro sobre las Cuatro Esquinas –el cruce a partir del cual se extendió la pequeña ciudad y el centro de operaciones de los “trocadores” que a viva voz ofrecen dólares o reales–. Regresan a casa con las manos vacías.
Ella es la mujer que inspiró a su padre a nombrar el sitio que se convertiría en el último pueblo al sureste del territorio venezolano: Santa Elena de Uairén. También para él, su primer nombre (Luisa) pasó desapercibido, como entre los paréntesis. Ella, con ochenta y siete años, no soporta el bullicio de este pueblo que nada tiene que ver con el paraíso de sus recuerdos: unos pocos indígenas, mucha neblina, mucho verde, mucha agua cristalina y una casa llena de hermanitos.
. Elena Fernández lleva sombrero de paja, lentes oscuros, blusa estampada, collar de falsas perlas, anillo de graduada y prendedor de opaca pedrería. Su cabello y sus cejas van retocados y si su dentadura no es la que Dios le dio a simple vista luce sana y auténtica. El sombrero es mera costumbre de los que han vivido a la intemperie. Está nublado, a ratos llovizna. Astuta y de carácter fuerte, seguramente sabe que esa prenda de copa modesta y ala amplia le suma reciedumbre y por eso pasa de largo sobre las críticas de Isabel, la cuarta de la dinastía, quien se empeña en que se descubra, en que recuerde, en que hable, en que cuente, en que calle. En presencia de Isabel, Elena es más bien reservada.
Lucas Fernández Peña nació en El Baúl, estado Cojedes. Recorrió los confines venezolanos, por el extremo sureste, en 1921. Las versiones, acerca de sus motivos para internarse en estas tierras (entonces al margen de la justicia terrenal) no son pocas, si bien pocas le favorecen tanto como la de su hija mayor.
Culpable o no, en la memoria de su Elena, Fernández Peña es un héroe. Cuenta que su padre era un nacionalista y que fue esa (y no otra) la razón por la que ubicó en ese primer viaje los alcances del territorio patrio. Relata que en su prima aventura “papá” no consiguió en la zona más que indígenas pemón y que a su regreso, dos años más tarde, lo sorprendió la bandera inglesa sobre el cerro Akurima –voz pemón que se traduce como el sitio de las arañas rojas– y los indígenas balbuceando el idioma de los colonizadores adventistas.  “Defendió el territorio nacional sin matar gente, sin golpear a nadie. Les dio 24 horas para que se fueran”.
Elena asegura que fue así como su padre controló la situación. Izó el pabellón tricolor y fundó Santa Elena, inicialmente su casa, luego parte del municipio Sifontes del estado Bolívar y desde 1989 la capital del municipio Gran Sabana. Inocente o no, el vicario apostólico del Caroní, monseñor Diego Nistal, lo recomendó como policía de fronteras. Fernández P. era el único criollo en el Alto Caroní. Durante años, el cargo fue suyo.
Lugar de cazadores de fortuna, en la localidad la historia de Elena y del pueblo es tarea obligada en alguna escuela o un dato reservado a los fisgones.
. “La casa de los Fernández Peña” se encuentra en la vía que une Santa Elena de Uairén con la comunidad indígena de Manak-Krü, casi al frente de la Residencia Presidencial _un caserón de piedra y tejas por donde han pasado los presidentes de la República de antes y el de ahora en sus visitas a esta frontera_ y a metros del templo levantado por los capuchinos (1950) y que hoy es también la Catedral. (Si hay buen tiempo, Elena va a misa de ocho los domingos).
En casa casi todo es como antes. Elena sigue viviendo en una pequeña colina, desde donde se ve todo pero al margen de las miradas forasteras. Vive en la calle que alguna vez fue nombrada con sus apellidos, que después llevó el nombre del misionero Nicolás de Cármenes y que finalmente tomó (como opción intermedia) el del laico general Urdaneta. Una vivienda rural de las tantas concebidas por la democracia venezolana de los setenta como parte de la guerra contra la malaria. Está construida  –a la sombra de un mango antiguo– sobre el terreno en el que ha vivido toda la vida; dos de sus hermanos son sus vecinos: José Jesús, sus hijos y nieto a la izquierda e Isabel en el bahareque de la derecha. . “Aquí estamos las dos hermanitas: felices, ella con sus matas y yo con mis animalitos”, sonríe Elena.
Entre las residencias de ambas, sobreviven de pie los cuatro palos del hogar paterno y humea la cocina de leña en la que Elena, con la ayuda de un par de diligentes indígenas, guisa res, pescado y arvejas; hace las infusiones de citronella y toronjil que, junto al ayuno frecuente, preservan su buena salud y el café, que sirven en el pocillo de porcelana empotrada en acero inoxidable reservado para la visita, cada vez más esporádica. Elena teme que sus amigos la olviden.
En esos terrenos está también el peladero que dejó el potrero del jefe del clan y un museo que se empeña en levantar, sin mayores recursos, la mayor de sus hijos. “Esto (la Sabana) alguna vez fue mar y mi papá consiguió muchos fósiles. Le voy a guardar sus cositas. Quiero resguardar su memoria porque la gente habla muchas cosas que no son”.
Las enramadas de orquídeas, las empalizadas que protegen las rosas, una diezmada bandada de gallinas, los ocho patos, los catorce gatos, Plutón, un perro malhumorado, un río y cinco vacas. Elena ama la naturaleza: “Los animales avisan lo que va a pasar y el que no sabe eso no sabe nada”
Al otro lado de la cerca de alambre de púas, que separa la colina de los Fernández Peña de la calle Urdaneta, Santa Elena sigue a su ritmo, una cadencia mestiza de reguetón, fogó, llaneras, vallenatos; mineros, “talibanes”, invasores, pequeños empresarios turísticos, ecologistas. Un camión pasa a toda velocidad. Elena calla y cierra sus ojos como si quisiera olvidarse de eso en lo que se ha convertido la aldea que su familia comenzó a poblar y que ahora tiene quince mil habitantes, en la que empiezan a asustarla el hampa y los “desconocidos”. “Yo antes salía, se hacían fiestas, pasaban invitaciones formales y uno iba con la familia, pero todo ha cambiado”. A Elena le gusta el pasodoble y eventualmente un güisqui para mantener su hipertensión a raya.
Está impactada por las noticias que escucha por la radio sobre lo que pasa al otro lado de su alambrada, por los rumores de atracos nocturnos en la Troncal 10, la carretera que une a Santa Elena con el resto del país. “Dicen que bajan a la gente, que los desnudan, que les quitan todas sus pertenencias ¿Qué está pasando con mi Sabana? eso nunca se había visto, este era el lugar más tranquilo del mundo”.
. El domingo amaneció nublado y ella prefirió resguardarse en casa. Pero el lunes la conseguí leyendo la Pequeña Biblia frente al fogón. Elena se levantó tan rápido como pudo y de nuevo me llevó al porche; apenas entreabrió la puerta –marcada con una calcomanía de esas que dicen “Aquí somos católicos, amamos la virgen…”– para sacar un par de sillas de mimbre y entonces, para mi sorpresa, me invitó a pasar.
El discreto recibidor, en perfecto orden, está tapizado de fotos de familia: de Lucas Fernández Peña con sus hijas, de Lucas Fernández Peña con un par o un trío de nietos, de Lucas Fernández Peña con al menos una docena de sus descendientes, todos de mirada profunda, serena, lejana. Todos con las facciones de él y muchos con el color arcilloso de la madre. “El era hombre blanco”, acota Elena. Sobre un atril están los rostros jóvenes del padre y su esposa María impresos en una escudilla de plata peruana.
Los Fernández Peña son una casta unida por la sangre de su padre, que con María Josefa, un indígena waika con la que contrajo nupcias el once de octubre de 1931, tuvo diez hijos, y otros diecisiete con otras dos mujeres del lugar. Los veintisiete se conocieron y se quisieron, o al menos se aceptaron y respetaron como hermanos; todos, con sus apellidos o no, reivindican su vínculo con el fundador de Santa Elena. Hace poco murió Gilberto: el mayor de los varones fue sepultado en el cementerio familiar, en plena sabana. Elena lleva el luto por dentro.
Los venaditos de porcelana sobre la mesa de centro, el busto de Bolívar en yeso y tonos ocres, los reconocimientos, una cocina sin rastro de uso, tres enormes tinajas rojas que sirven para almacenar el agua de tomar y la fotografía de un avión que ella identifica como un DC3. “El primero que voló a esta zona, costaba cincuenta bolívares el pasaje”.
Fueron muchos los aviones que tocaron estas fronteras desconocidas. Elena conoció a Jimmy Angel, el aviador norteamericano, el descubridor oficial del Kerepakupai Meru (Salto Angel).  Con él sobrevoló Roraima. Elena se asustó, pero pronto recobró el aliento. “Era el primer vuelo de Angel desde Santa Elena. Para mí fue algo grandioso: ver al mundo bajo los píes de uno y uno volando como un ave”. Elena se enamoró de los aviones, de los viajes y nombró a Angel su padrino.
“Era gordo y amable, al igual que su esposa. Ellos acampaban aquí en el patio porque el señor Jimmy trabajaba con papá en registros fronterizos. La señora siempre me traía muñecas, pero yo ya estaba grande y como ella veía que no me emocionaba me preguntó ¿Te gustan las revistas?”
Más tarde, Lucas Fernández Peña pasó a ser el jefe de aeropuerto y Elena su secretaria; tras el retiro del viejo, Elena lo sucedió en el cargo, de ahí salió jubilada. “Ella fue la primera mujer jefa de aeropuerto de Latinoamérica”, presume su hermano el morocho Juan Miguel. Elena viajó a Caracas para entrenarse en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones. La ciudad le pareció muy bella. La visitó varias veces. “Veía las luces de Caracas como estrellas preciosas”.
En dos oportunidades cruzó el continente rumbo a  Estados Unidos, en donde reside su hermana Diana, casada “con uno de la Nasa” y hoy viuda. “Tanto que me hablaban de que esa gente era déspota, pero yo no vi sino la cultura, la educación”. Paseó por Los Ángeles, Seatle, San Francisco y Las Vegas. Pero en Alaska se asustó mucho porque vio toneladas de hielo. Elena no hizo si no recordar su pueblito, su casita, su lugar.
. Porque ella creció en casa. Tenía diez años cuando llegó a la Sabana la Misión Capuchina, que primero se estableció sobre el Akürima y a los días se mudó a una habitación que Fernández Peña, para entonces policía, les cedió. Elena empezó a estudiar, llegó a sexto grado. Se expresa con propiedad y absoluta corrección. A Elena le gusta leer historia de Venezuela.
La mayor de los Fernández Peña nunca se casó. ”Era muy exigente, muy celosa (…) Quedé inmunizada contra el amor”. Tal vez, vivió muy de cerca el sufrimiento de su madre ante las andanzas de su padre, las desilusiones de sus amigas ante los deslices de sus maridos. Su último pretendiente fue un alemán, un comprador de oro y diamantes de la zona de Ikabaru, una de las localidades mineras más pujantes durante la última mitad del siglo pasado. Pero a él, como a los anteriores, al verle “un punto” (un defecto) lo despachó con anillos (de matrimonio) timbrados inclusive.
Le hubiera gustado tener sus “muchachitos”, pero si bien Dios no le dio hijos el diablo la hizo tía de medio pueblo. Uno de esos sobrinos me confió que su tía adoptó, sin más trámite que el cariño, al hijo de una de las indígenas que le hacen compañía. “Es muy delicada y a él le permite lo que nunca nos permitió a nosotros: acostarnos en su cama”.
Ezequiel Andrés, su ahijado de once años, hizo la primera comunión a mediados de junio; sino llueve, la acompaña a la misa los domingos y los viernes al mercado.
Jesús De La Torre, encargado de la Educación Religiosa Escolar del Vicariato Apostólico del Caroní, asegura que Fernández Peña designó como Santa Elena a su sitio familiar. Los capuchinos llamaron San Francisco de Uairén a su misión, en las cercanías del río Uairén. Y en Caracas, a más de mil quinientos kilómetros, alguien fusionó el lugar de origen de la correspondencia fronteriza en una opción intermedia, diplomática: Santa Elena de Uairén. De la canonizada epónima hay una estatua inconclusa en la entrada del pueblo. Y en el río Uairén agua contaminada.
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